sábado, 19 de marzo de 2016

Caos en Oriente Medio. La Europa de Schengen en crisis

El Internacionalismo/Lotta comunista, Enero 2016

Karl Marx formuló con Friedrich Engels su concepción de la estrategia revolucionaria en el Ochocientos del ascenso burgués, combinando el análisis científico del movimiento de las clases con la de la dinámica de los Estados. El desarrollo capitalista, en sus efectos sociales y políticos, creaba un moderno proletariado pero que también empujaba a la burguesía a darse los instrumentos del Estado nacional, y determinaba una dinámica de la balanza de potencia específica. No sólo las crisis, sino también las guerras del sistema de Estados europeos eran las líneas de falla en las cuales podía introducirse la acción revolucionaria.


Lenin desarrolló y actualizó aquellos esquemas estratégicas para el Novecientos de la era del imperialismo. En su teoría y en la previsión científica para la nueva época, el desarrollo capitalista, aferrando las masas asiáticas, habría multiplicado las «sustancias inflamables» de la revolución. El propio desarrollo desigual habría mutado las relaciones entre fuerzas entre las metrópolis, habría generado nuevas potencias y otras se habrían visto arrastradas al declive, hasta que el nuevo reparto de la potencia no impusiera la verificación de la confrontación bélica, llevando a la ruptura del orden internacional.

Lo que es verdad para la estrategia revolucionaria también es un dato factual para la clase dominante. La fase actual de la contienda mundial todavía ve vacilar, y no hundirse, el orden mundial, pero eso muestra a un nivel inédito en la historia aquel movimiento combinado de las clases y de los Estados estudiado por Marx y por Lenin. Centenares de millones de hombres se han despertado por el desarrollo capitalista, sacados de las condiciones atrasadas de los campos y arrastrados en las ciudades, encauzados en flujos potentes de migraciones internas e internacionales. Las viejas potencias atlánticas que habían garantizado y dirigido el orden internacional en la posguerra están en declive; las nuevas potencias de Asia-Pacífico están en ascenso, pero sin que puedan o quieran todavía pretenderse como artífices de un nuevo orden.

Oriente Medio, por razones históricas y por ser la mayor fuente energética global, se ha convertido en el espejo y también en el campo de batalla de esta transformación. Los Estados Unidos dejan de ser los garantes exclusivos de los equilibrios de Oriente Medio; China, Rusia y Europa se acercan o vuelven a situarse en la región; desde los teatros de guerra millones de prófugos se añaden a los flujos migratorios del desarrollo asiático y africano. Así, el caos de Oriente Medio revela un punto neurálgico de la contienda global, y muestra la erosión acelerada del viejo orden.

Según Barack Obama, en el discurso sobre el estado de la Unión, «Oriente Medio está atravesando una transformación que durará una generación» embrollada en conflictos que «tienen detrás milenios». Al mismo tiempo, también en muchas regiones del mundo, «la inestabilidad durará décadas». Fred Hiatt, del Washington Post, polémico, lee la línea de la presidencia como una renuncia pesimista o «fatalista» a un papel activo de la política exterior americana. Una actitud forzada, pero es una hecho que la previsión de una larga inestabilidad como dato objetivo de la contienda global es funcional a la elección de «prudencia estratégica» con la que Washington parece querer acompañar la transición a nuevos equilibrios.

Wu Sike, desde 2009 enviado especial chino en Oriente Medio, entrevistado por Global Times, toma en consideración precisamente los equilibrios regionales, en el momento en el cual la gira de Xi Jinping en el Golfo coincide con la fase de tensión aguda entre Irán y Arabia Saudí. Oriente Medio está regularmente empantanado en conflictos, sostiene Wu, y «en momentos diferentes existirán diferentes balanzas de potencia». Una vez que se rompa la balanza «la región sufrirá alguna forma de caos y entonces alcanzará otro equilibrio». La intervención americana de 2003 contra Saddam Hussein ha destruido la balanza de potencia entre Irán e Irak reforzando la influencia chiita; el acuerdo entre Washington y Teherán ha sido un golpe duro para Riad y las potencias árabes pero es un hecho que «los Estados Unidos empeñarán más energías en Asia-Pacífico y esperan que sus aliados en Oriente Medio sean los que puedan mantener la paz en la región».

No obstante, para Wu, este traslado de la política americana no significa que Arabia Saudí haya «perdido la esperanza en los EE.UU. como su aliado». Existe una desconfianza porque con las «primaveras árabes» hace cinco años, Washington no ha dudado en abandonar a los viejos aliados como el Egipto de Hosni Mubarak, pero «los Estados Unidos siguen siendo el factor más potente en la región» y los saudíes cuentan con Washington no sólo en el terreno militar sino también en el económico, «dada la influencia de las grandes compañías petrolíferas americanas». Con una dosificación bastante más sofisticada, Pekín demuestra que quiere utilizar la erosión de la influencia americana sin tomarse la responsabilidad de suplantarla, aunque ofreciéndose implícitamente como parte de una nueva balanza regional. Sin que sea citado, en la mención al pívot asiático americano se trasluce también un nexo con las tensiones en Asia oriental: Pekín ofrece moderación en Oriente Medio y a cambio la pide en el Mar Chino Meridional.

Según Wu, la ventaja de China es la de poder hablar con «todas las partes», y esto corresponde a los intentos declarados de Xi Jinping frente a la Liga Árabe: China no busca «una guerra por procuración» no quiere una «esfera de influencia» no «quiere rellenar un hueco», invita a «todas las partes a adherirse al círculo de amigos de la “ruta de la seda”». Si la «prudencia estratégica» americana parece querer acompañar con el menor coste posible el declive relativo, señalamos, la prudencia china, en cambio, acompaña el ascenso de influencia. La cautela de Pekín, no obstante, refleja también las incógnitas de un ciclo de reestructuración interna que requerirá más de una década.

Moscú, en apariencia, ha adoptado una estrategia más intrusiva en la crisis de Oriente Medio, con la intervención directa en Siria. Aquí Rusia apoya al régimen de Assad quizás en la prospectiva de una cantonización confederal, y aquí en todo caso ha realizado una experimentación inédita de su dispositivo militar. Algunos comentarios rusos sugieren, no obstante, una lectura defensiva de la iniciativa militar de Vladimir Putin: es una versión que hemos visto compartida por Henry Kissinger, cuando el exsecretario de Estado americano reconoció a Moscú el interés estratégico en impedir que el caos de Oriente Medio contagiase, a través del fundamentalismo islámico sunita, a la Rusia meridional en el área del Cáucaso o a las repúblicas centroasiáticas de la antigua URSS.

Las principales amenazas militares para Rusia en las próximas décadas, escribe Anna Korotina en la revista International Affairs del ministerio de Exteriores, provendrán del espacio de la antigua URSS y de los países colindantes. Por otra parte, es revelador que en el reciente documento del Consejo de Seguridad ruso sobre la «estrategia de seguridad nacional» sean considerados entre los factores de riesgo el bajo nivel de competitividad y la dependencia de la exportación de materias primas. Petróleo y gas, recoge un estudio de Cyrille Bret de Sciences Po en la página francesa Telos en 2012 incidían en un 16% en el PIB ruso, en el 52% de los ingresos estatales y en el 70% de las exportaciones; se entiende la amenaza destructiva del hundimiento de los precios petrolíferos.

Si en Moscú se es totalmente consciente de que la fragilidad de Rusia es una de las mayores incógnitas de su seguridad, se puede concluir, esto también está relacionado con la sostenibilidad a largo plazo de la salida siria. Putin ha aprovechado con habilidad la ocasión de inserirse en la crisis pero necesariamente medirá sus pasos, tanto que aparece clara la potencial oferta de una cooperación en Oriente Medio a cambio de una estabilización en Ucrania.

Finalmente, Europa. Precisamente en el documento sobre la «estrategia de seguridad nacional», el ojo ruso coge la medida en que la crisis de Oriente Medio ha revelado la insuficiencia política de la Unión. Las relaciones de fuerza continúan dominando las relaciones internacionales, se afirma en Moscú, pero «el enfoque por bloques» es ineficaz frente a amenazas de nuevo tipo: «El crecimiento de las migraciones desde África y desde Oriente Medio hacia Europa ha revelado el fracaso del sistema de seguridad regional construido sobre la OTAN y la UE».

Un editorial del Washington Post muestra las mismas fragilidades según la visión americana. El rechazo de Angela Merkel de poner un techo al número de los prófugos y el flujo hacia Alemania se ha combinado con el «fracaso de Europa a la hora de crear zonas seguras en Siria, en Libia y en otros Estados fallidos, frenando el flujo de refugiados»; sólo controlando los propios confines exteriores y dándose la capacidad de intervención regional Europa podrá «evitar que las tragedias de Oriente Medio se conviertan en propias».

El Wall Street Journal quiere poner el dedo en la llaga del déficit político europeo y al hacerlo toca un hecho indiscutible: sin capacidad de protección y proyección exterior, Europa importa al interior una cuota del caos de Oriente Medio. Esto está en la raíz de la crisis de los acuerdos de Schengen. Pero el acento sobre los prófugos de guerra es limitativo y no recoge las tendencias más profundas que unen a la UE a la orilla sur del Mediterráneo. Aquí la dinámica de las clases es inseparable de la de los Estados. Los tiempos largos del desarrollo capitalista han puesto en relación en Europa a las estratificaciones sociales de la madurez imperialista con las migraciones del Gran Oriente Medio. Los treinta años de los milagros económicos en Europa han creado las condiciones; en el paso de la disgregación campesina de los años Cincuenta a la familia pluri-renta de los años Ochenta, que hoy combinan la crisis demográfica europea con los flujos de migrantes del Sur del Mediterráneo y de África, y con los flujos de capitales en sentido inverso. Aquel mismo proceso de desarrollo hoy hace recorrer en aquellas nuevas áreas las décadas de la transformación capitalista y de la disgregación campesina de hace setenta o cien años en Europa.

En 2014 en Italia el mantenimiento en un tercio de la población, 200 mil entre inmigrantes e hijos de inmigrantes sobre 600 mil muertes, ha dependido de los flujos migratorios. En Alemania el saldo natural, sin considerar la aportación migratoria indirecta de los nacidos de segunda generación, ha sido negativo en un 20%, 700 mil nacidos frente a 850 mil muertos.

La vieja Europa no está amenazada por los migrantes, de quienes tiene literalmente una necesidad vital, sino de la maraña de contradicciones entre los rasgos sociales de su madurez imperialista avanzada y las convulsiones de su periferia de Oriente Medio. La crisis surge de la necesidad de darse instrumentos económicos, políticos y legales de escala continental para afrontar una mutación tan compleja como controvertida. De aquí surgen las medidas para una gestión europea de los flujos y para un control federal de las fronteras, o el «plan Marshall» que el ministro Wolfgang Schäuble prospecta para estabilizar el Norte de África y Oriente Medio. No bastarán. Porque mutación de las clases y potencia de los Estados van juntas; también deberán hablar las armas.

Lotta comunista, enero de 2016
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