Prefacio
El texto que publicamos
aquí es la reproducción integral (ya aparecida en nuestro bimensual «Il Programma Comunista», n° 13, 14 y 15
de 1957) del informe homónimo que tuvo lugar en una de nuestras reuniones
generales en Francia. En la larga obra de reexposición de la doctrina marxista
integral, que el Partido desarrolla desde hace ya decenios contra las mareas renovadas
del revisionismo, este trabajo ocupa un puesto tanto más importante cuanto que
las desviaciones denunciadas aquí a la luz del marxismo en los grupitos
italianos y franceses de falsa izquierda (desviaciones
que no son fenómenos nacionales, sino mundiales) han vuelto a tomar un
nuevo vigor y hasta se han vuelto el pan cotidiano sea de los titulados
partidos «comunistas» de filiación rusa, china u otra, sea de los innumerables
conciliábulos de «contestatarios». Es una prueba de la vitalidad y, al mismo
tiempo, de la invariancia de la doctrina marxista, contra las pretensiones de
descubrimiento de los «innovadores», el que nuestra feroz polémica de hoy pueda
repetir los clásicos cepillazos de Marx y Engels tal como fueron asestados a
Proudhon en 1847 y al naciente partido alemán embadurnado de lassallismo en
1875, como además, naturalmente, los términos del Manifiesto.
Se trata de enfermedades
crónicas (e igualmente «invariantes») del movimiento obrero, destinadas a
reflorecer en la misma medida en que la influencia ideológica - si no el peso
social - de la pequeña burguesía continúa infiltrándose y propagándose en las
filas del proletariado, sobreviviendo en ellas gracias a una especie de inercia
histórica - la cual, se dicho entre paréntesis, constituye una de las razones
que hacen necesario el ejercicio dictatorial del poder conquistado por obra del
partido comunista.
Dos son los blancos
contra los cuales está dirigida, en este ámbito, la flecha de nuestra crítica
demoledora. El primero es la antigua pretensión, desarrollada hasta sus
extremas consecuencias por los anarquistas, de privar a la clase y a su lucha
emancipadora de las armas sin las cuales la primera no es ni siquiera clase en
el sentido propio, ni la segunda posible, esto es, del Partido y del Estado de
la dictadura y del terror rojo; «error» (¡pero un «error» fatal!) en el que se
precipitan aun todos aquellos que, a pesar de reivindicar la lucha de clase, la
revolución violenta y la dictadura, sacrifican el partido, en su función primaria
de dirección y aun de encarnación de la clase misma en su camino histórico, al
mito de una gestión «directa» del poder a través de órganos supuestamente
representativos de la «voluntad» auténtica, no «burocráticamente» deformada, de
los trabajadores: mito que está hoy difundido un poco en todo el mundo con la
ayuda de filósofos, profesores y... estudiantes.
El segundo blanco,
estrechamente vinculado al primero (aunque aparentemente desligable de él), es
la visión distorsionada de una economía socialista que, lejos de ser una
organización de la producción «a escala de la sociedad» y, por lo tanto,
tendencialmente, de la especie, se desarrollaría en islotes locales cerrados y
celosamente «autónomos», visión en la que reflorece la ideología individualista
y democrática propia de la economía burguesa y de su necesario escenario, el
mercado. Esta visión no es solamente típica del anarquismo clásico, del
sindicalismo revolucionario y de su variante ordinovista, así como de todos los
grupos y grupitos «innovadores» y «contestatarios» que inscriben en sus
banderas la reivindicación de derechos y «poderes» periféricos - en la fábrica,
en el barrio, por doquier (y, si se mira bien, ante todo en el sacrosanto Yo
del gran, medio y pequeño burgués) -, sino también del estalinismo en sus
múltiples proliferaciones; lo que, por otro lado, es natural, ya que han
descubierto que en la economía socialista ( ¡«construible en un solo país»!)
continua rigiendo la ley del valor - con su cortejo de categorías
económico-sociales: mercancía, trabajo asalariado, beneficio, etc. -, y no
aludimos solamente a la ideología yugoslava de la auto gestión, sino también a
las reformas de los mismos Kruschev y Kossiguin, de los Kadar y Ceaucescu, o a
la de la suspirada «primavera de Praga», todas ellas inspiradas en el «ideal»
de la autonomía creciente de las unidades productivas, en primer lugar la de la
empresa.
De esa manera, los
eslabones de acero de la doctrina marxista son despedazados. Partiendo de
horizontes a menudo opuestos (el estalinismo y el... antiestalinismo), todos
los «innovadores» se abisman en el pantano común del democratismo, del
proudhonismo y, en definitiva, del individualismo, desempolvando nuevamente los
mitos desgastados de libertad, igualdad y fraternidad, convencidos cada vez de
haber descubierto continentes inexplorados y haber contribuido «creativamente»
a dar «un semblante humano» al socialismo y al comunismo, ignorando
beatíficamente haber regresado simplemente a los brazos de la Santa Madre
Iglesia, la iglesia, se sobreentiende, del capital.
No tenemos, pues, nada
que agregar a un texto que tiene trece años, así como éste no tenía nada que
agregar a los clásicos textos de un siglo atrás.
El lector no debe
esperar encontrar aquí un examen sistemático que abarque todos los aspectos de
la concepción y del programa comunista, con sus reflejos económico, histórico y
político, y con lo que podría llamarse tejido conjuntivo de los otros (que, por
brevedad, llamamos a veces aspecto filosófico del marxismo, o materialismo
dialéctico), y que responde a la originalidad de nuestro método, a la manera
totalmente exclusiva con que el marxismo - con respuestas completas y
definitivas dadas desde su primerísima aparición, que se sitúa en la primera
mitad del siglo pasado - deshace para siempre, a nuestro entender, los nudos
que atan teoría y acción, economía e ideología, causalidad determinante y
dinámica de la sociedad humana.
Estaríamos expuestos a
la crítica habitual de ser abstractos si, al sistematizar tales conceptos,
quisiéramos esclarecer en todos sus aspectos nuestra visión original de la
función del individuo en la sociedad, del vínculo de uno y otra con el ente
Estado, y del significado del ente clase en el establecimiento de esta doctrina.
Nos expondríamos, además, al riesgo de ser mal comprendidos si omitiésemos un
dato fundamental de nuestra solución, a saber, que las fórmulas que resuelven
esos problemas no son permanentes a través del tiempo, sino que varían con la
sucesión de los grandes períodos históricos, que son para nosotros los de las
diversas formas sociales y modos de producción.
Por consiguiente, a
pesar de reivindicar la constancia de las respuestas marxistas por encima de
los virajes episódicos de las situaciones históricas, nuestra reexposición
estará más ligada a la fase desgraciada que atraviesa hoy en todo el mundo,
desde hace décadas y seguramente aún por décadas, el movimiento revolucionario
contra el capital, y pondremos en la justa posición las piedras angulares de nuestra
ciencia, volviendo a colocar en su sitio las que los enemigos intentan más
insistentemente derribar, obrando en dirección opuesta a su fuerza deformante.
Para esto, dirigiremos
nuestra mirada hacia los tres grupos principales de críticos de la única
posición doctrinal revolucionaria; al hacerlo, nos preocupará sobre todo la
crítica que más tenazmente pretende apoyarse en los mismos principios y
movimientos que nosotros reivindicamos.
Un tema similar fue
desarrollado en la reunión de Milán de 1952 (Invariancia histórica del marxismo
en el curso revolucionario, publicado en «Il Programma Comunista», números 1 al
5 de 1953) que reivindicó, en una primera parte, la invariancia histórica del
marxismo, sosteniendo que no es una doctrina en continua formación, sino que se
completó en el momento histórico adecuado para ello, es decir, con la aparición
del proletariado moderno. Es piedra de toque de nuestra visión histórica la
repetida confirmación de que tal clase recorrerá todo el arco histórico, desde
la aparición hasta la caída del régimen del capital, empleando intactas las
mismas armas teóricas. La segunda parte trató del «falso
recurso del activismo», desarrollando la crítica, de la que nos ocuparemos
también aquí, del retorno de las ilusiones «voluntaristas», peligrosísima forma
degenerada del marxismo que ha sido siempre explotada en las oleadas de las
epidemias oportunistas (1).
Reseña de los adversarios
En la primera parte
dividiremos a los enemigos de nuestra posición en: negadores, falsificadores,
actualizadores.
Los primeros están
representados hoy por los defensores abiertos y por los apologistas del
capitalismo como forma definitiva de la «civilización» humana. No les dedicamos
demasiada atención, considerando que ya han sido puestos knock-out por los
golpes de Carlos Marx, y nos liberaremos de ellos repitiendo esos golpes,
aprendidos oportunamente, contra los otros dos grupos. (Digamos entre
paréntesis, de una vez por todas, que la tarea de nuestra «nueva exposición» no
aspira tanto a ser una victoria definitiva en un combate polémico, sino que
tiende, sobre todo mientras estemos en los límites de un resumen, a
autodefinirnos claramente y a formular nuestras criticas características, con
la responsabilidad de probar que son de tal naturaleza como para no ser
cambiadas en mucho más de cien años).
Los negadores de Marx
del primer grupo ven confirmada su derrota, por ahora sólo doctrinal (y mañana
social), por el hecho de que cada día más se sitúan entre los que «roban» las
verdades que Marx descubrió. Convencidos de no poder demoler las cuando están
firmemente enunciadas (enunciados que nosotros, revolucionarios, procuramos sin
temor restablecer en su firmeza original), se presentan en la forma de la
segunda categoría, la de los falsificadores, y (¿por qué no?) de la tercera.
Los falsificadores son
aquellos que han sido designados históricamente como «oportunistas»,
revisionistas, reformistas, los que eliminaron del complejo de las teorías de
Marx la espera de la catástrofe revolucionaria y el empleo de la fuerza armada
(pretendiendo que dicha eliminación fuese posible sin aniquilar todo el
marxismo). Sin embargo, existen, y lo recordaremos enseguida, batallones de
falsificadores semejantes en todo a los primeros (e iguales a ellos en la
superstición del activismo) aun entre los que demuestran aceptar la violencia
rebelde; pero donde unos y otros retroceden es frente al contenido exclusivo y
esencial de la teoría de Marx: la fuerza del brazo armado, no ya del individuo
aislado o del grupo oprimido, sino de la clase victoriosa y liberada, la
dictadura de clase, pesadilla de los social demócratas y de los anarquistas.
Podemos haber tenido la
ilusión, hacia 1917, de que también este segundo grupo asqueroso hubiera ido a
parar a la lona bajo los golpes de Lenin; pero, mientras consideramos
definitiva esa victoria doctrinal, estuvimos entre los primeros en advertir la
presencia de las condiciones de las que resurgiría esa especie infame que hoy
situamos en el estalinismo y en el pos estalinismo ruso (puesto en circulación
a partir del XX Congreso).
Por último, en el tercer
sector, el de los actualizadores, colocamos a los grupos que, a pesar de
considerar al estalinismo que acabamos de mencionar como una nueva forma del
clásico oportunismo demolido por Lenin, atribuyen esta pavorosa derrota del
movimiento obrero revolucionario a formas defectuosas e insuficientes
contenidas en la primera construcción de Marx, y se empeñan en rectificarla
pretendiendo poder hacerlo con los datos de la evolución histórica posterior a
la formación de la doctrina, evolución que, según dicen, la ha desmentido.
En Italia, en Francia y
por donde existen muchos de estos grupos y grupitos en los cuales se
desperdigan, con resultados desastrosos, las primeras reacciones proletarias
contra los terribles desengaños debidos a las deformaciones y a las
descomposiciones producidas por el estalinismo, por la tabes oportunista que ha
matado a la Tercera Internacional de Lenin. Uno de ellos se relaciona con el
trotskismo; pero, en realidad, no entiende que Trotsky siempre condenó en
Stalin la desviación respecto de Marx, aun si ha abusado de los juicios
personales y morales, lo que es una vía estéril, como lo ha mostrado la
desfachatez con que la utilizó el XX Congreso para prostituir las tradiciones
revolucionarias aún más que el propio Stalin.
Todos estos grupos caen
en bloque en la otra enfermedad que es el activismo. La enorme distancia
crítica que los separa del marxismo no les permite comprender que se trata del
mismo error de los Bernstein alemanes, que querían fabricar socialismo dentro
de la democracia parlamentaria contraponiendo la praxis cotidiana a la (para
ellos) fría teoría, y el de los hijos de Stalin, que han hecho añicos la
posición de Marx, de Lenin y de Trotsky sobre el carácter internacional de la
transformación económica socialista, exhibiendo sin vergüenza los brazos
musculosos con los que, exasperando su voluntad de dominio, ¡ya la habrían
fabricado!
Stalin es el padre
teórico del método del enriquecimiento y actualización del marxismo que, cada
vez que se presenta, equivale a la destrucción de la visión de la fuerza
revolucionaria proletaria mundial.
Nuestra posición está
dirigida, pues, contra los tres grupos al mismo tiempo. Pero la puesta en orden
y la puesta a punto más esenciales las tendremos que hacer respecto a las
hipócritas deformaciones y presuntuosas neoconstrucciones del tercer grupo, que
por ser contemporáneas son más notorias, y que no resulta fácil a los
trabajadores de hoy, después de la devastación estalinista, volver a situar
como viejos e históricos engaños, contra los cuales nosotros proponemos una
única actitud: el retorno integral a las posiciones del comunismo del
Manifiesto de 1848, que contienen en potencia toda nuestra crítica social e
histórica, demostrando que todas las vicisitudes posteriores, con las
sangrientas luchas y derrotas del proletariado a lo largo de un siglo,
reafirman la solidez de cuanto se querría abandonar locamente.
La gran cuestión del poder
Al dirigir nuestra
atención - sólo para hacer menos compleja la deducción teórica - hacia la
numerosa tropa de los críticos de la degeneración moscovita (tropa que, a pesar
de las contra medidas preventivas del XX Congreso, después de los
acontecimientos de Hungría, Polonia y Alemania Oriental, se ha ido extendiendo
a las propias márgenes de los partidos estalinistas oficiales de Occidente,
determinando, desde esos movimientos, un flujo de material a nuestro parecer
más que equivoco y pequeño-burgués, como puede serlo el de los Sartre o el de
los Picasso), debemos observar que, no sin éxito, la condena es formulada en
términos semejantes a los siguientes: abuso de la dictadura, abuso de la forma del
partido político sujeto a una disciplina central, abuso del poder de Estado en
la forma dictatorial. Toda esta gentuza busca el remedio en esta dirección: más
libertad, más democracia, reintegración del socialismo en la atmósfera
ideológica y política de la legalidad liberal y electoral, renuncia en general
al empleo de la fuerza del Estado en las relaciones entre las diversas
proposiciones y, por consiguiente, opiniones políticas. Como de costumbre, el
primer objetivo de nuestros golpes no son los que dicen esto como abiertos
defensores del modo burgués de producción, apadrinado por ese sistema
ideológico, jurídico y político, sino los que quieren injertar esa charla sin
sentido en el tronco marxista.
Nosotros afirmamos
exactamente lo contrario. El movimiento revolucionario, exento de la servil
admiración al «libre» mundo americano, de la sujeción a la corrupción
moscovita, de la vulnerabilidad a la peste tremenda del oportunismo, resurgirá
únicamente cuando vuelva a encontrar la originaria y radical plataforma
marxista que postula categóricamente que el socialismo, por su contenido,
supera, niega y desprecia como conceptos aptos para la defensa y conservación
del capitalismo los conceptos de libertad, democracia y parlamentarismo
electivo, así como la mentira suprema y recurso contrarrevolucionario de
reivindicar un Estado inerte y neutral frente a los intereses de las clases y a
las propuestas de los partidos, y, por consiguiente, frente a la estúpida
libertad de opiniones - siendo tal Estado y tal libertad monstruosas
invenciones que la historia no ha conocido ni conocerá jamás.
No solo es indiscutible
que eso es lo que el marxismo ha establecido y declarado desde sus primeros
años, sino que se debe agregar que el concepto del uso del poder físico contra
las minorías - y aun las mayorías - adversas, supone la intervención de dos
formas esenciales contenidas en el «esquema histórico marxista»: Partido y
Estado.
Existe un «esquema
histórico marxista» porque, en otras palabras, la doctrina marxista se basa en
la posibilidad de trazar un esquema a la historia. Si no se llegase a encontrar
cuál es el esquema, o si el esquema encontrado fracasase, el marxismo se
vendría abajo y tendrían razón los negadores del primer tipo; ¡quizás ni
siquiera bastaría esto para hacer capitular a los marxistas falsificados y
«actualizados»!
Quien se opusiese a
nuestra tesis de que en el esquema marxista Partido y Estado no son elementos
accesorios, sino principales, y quisiese afirmar que el elemento principal es
la clase (mientras que el Partido y el Estado serian accesorios de la historia
y de la lucha de clase que nuestro oponente ha decidido «cambiar» como los
neumáticos o los faros de un automóvil), quedaría desmentido de la manera más
directa y categórica por el propio Marx, por la carta a Weydemeyer citada
clásicamente por Lenin en «El Estado y la Revolución», cuya doctrina histórica
reivindicamos integralmente. Que existan las clases, dice Marx en 1852, yo no
lo he descubierto, esto lo han hecho muchos escritores e historiadores
burgueses. Ni tampoco he descubierto la lucha de clases, revelada por muchos
otros, que no son, por ello, ni comunistas ni revolucionarios. El contenido de
mi doctrina está en el concepto histórico de la dictadura del proletariado,
fase necesaria para el paso del capitalismo al socialismo. Así dice Marx en una
de las raras ocasiones en que habla de si mismo.
Por lo tanto, la clase
obrera estadísticamente definida no nos interesa mucho; apenas nos interesa
algo más la clase obrera que se mueve por grupos para desenredar sus
divergencias de intereses con las otras clases (las clases son siempre más de
dos). A nosotros nos interesa la clase que ha instaurado la dictadura, o sea,
que ha vencido al poder, que ha destruido al Estado burgués, que ha erigido el
suyo, tal como Lenin pone magistralmente de relieve, cubriendo de vergüenza a
los que habían «olvidado» el marxismo en la II Internacional. ¿Cómo se apoya,
sobre una clase, un poder de Estado dictatorial totalitario, una máquina de
Estado opuesta a la vieja como el ejército vencedor frente al ejército
derrotado? ¿Cuál es su órgano? Los filisteos respondieron enseguida que para
nosotros era el hombre, en Rusia Lenin, al que se osa asociar con el funesto
Stalin, quien está hoy quemado y, según dicen, fue asesinado ayer por sus
esbirros. Nuestra respuesta era y es más que nunca diferente.
El órgano de la
dictadura y del manejo del arma-Estado es el Partido político de la clase, el
partido que, en su doctrina y en la larga cadena histórica de su acción, tiene
en potencia la tarea de la transformación de la sociedad, que es propia de la
clase. Nosotros no nos limitamos a decir que la lucha y la tarea histórica de
la clase no se podrán realizar si no están confiadas a estas dos formas: Estado
dictatorial (es decir, que excluye de si, mientras existan, a las otras clases,
ya vencidas y sojuzgadas) y Partido político. En nuestro lenguaje dialéctico y
revolucionario, nosotros decimos que se comienza a hablar de clase, a
establecer un vínculo dinámico entre una clase oprimida actualmente en la
sociedad y una forma social futura y revolucionada, a tomar en consideración la
lucha entre la clase que detenta el Estado en sus manos y la que debe
derrocarlo - y sustituirlo por el suyo, únicamente cuando la clase no es una
fría constatación estadística que queda a la altura pedestre del pensamiento
burgués, sino que se manifiesta en su partido, órgano sin el cual no tiene vida
ni fuerza de lucha.
No solo, pues, no se
puede separar el partido de la clase como lo accesorio de lo principal, sino
que los nuevos deformadores del marxismo, al proponernos una clase proletaria
privada de partido, o con un partido esterilizado e impotente, o al buscar
sustitutos al partido, han hecho desaparecer a la clase, han matado la
posibilidad de que la clase luche por el socialismo, y aun por su pedazo de
pan.
Un error desenmascarado desde hace un siglo
Los modernos
enriquecedores han sido empujados a semejantes enormidades por un extravío
critico que los ha llevado, sin que se den cuenta, a apropiarse de las
insinuaciones burguesas y pequeño-burguesas que surgieron cuando la revolución
rusa seguía todavía esa línea que, aun según ellos, fue gloriosa, y en la que
Clase, Estado, Partido y hombres de partido se situaban en el mismo terreno revolucionario,
justamente porque sobre esas posiciones esenciales no existían vacilaciones de
ninguna naturaleza.
Ellos no se dan cuenta
de que, al debilitar al partido y su función de primer órgano de la revolución,
desclasan al proletariado y lo entregan impotente al yugo de la clase
dominante, yugo que no podrá abatir y ni siquiera mitigar aún bajo aspectos
restringidos.
Creen haber mejorado de
veras el marxismo por haber aprendido de la historia la banalidad, digna del
último charlatán, de que: « ¡Quien mucho la estira la rompe!», y no advierten
que no se trata de una corrección, sino de una liquidación; más aún, de un
complejo de inferioridad por incomprensión impotente.
La forma Partido y la
forma Estado son puntos esenciales en los primeros textos de nuestra doctrina,
y son dos etapas fundamentales del desarrollo épico dado en el Manifiesto de
los Comunistas.
Son dos los «momentos»
revolucionarios del capítulo «Proletarios y Comunistas». El primero, ya
indicado en el capítulo precedente «Burgueses y Proletarios», es la
organización del proletariado en partido político. Esta afirmación sigue a otra
muy conocida: toda lucha de clases es lucha política. Su expresión es aún más
precisa y concuerda con nuestra tesis: el proletariado es históricamente una clase
cuando llega a dar vida a la lucha política y de partido. En efecto, el texto
dice: esta organización de los proletarios en clase y, por consiguiente, en
partido político.
El segundo de los
momentos revolucionarios es la organización del proletariado en clase
dominante: aquí está planteada la cuestión del poder y del Estado. «Ya hemos
visto más arriba que el primer paso en la revolución obrera es la elevación del
proletariado a clase dominante».
Se encuentra un poco más
lejos la seca definición del Estado de clase: «El propio proletariado
organizado en clase dominante».
No tenemos aquí
necesidad de anticipar cómo otra de las tesis esenciales puestas nuevamente de
pie por Lenin, la desaparición ulterior del Estado, está también contenida en
ese primer texto famoso. La definición general: «el poder político es la fuerza
organizada de una clase para la opresión de otra», subraya las clásicas
afirmaciones: el poder público perderá su carácter político, las clases
desaparecerán al igual que todo dominio de clase, aun el del proletariado.
Por lo tanto, en el
centro de la visión marxista, se encuentran el Partido y el Estado. Se acepta
todo o nada. Buscar la clase fuera de su partido y de su Estado es una
tentativa vana, privarla de éstos significa dar la espalda al comunismo y a la
revolución.
Esta tentativa de locos,
que los «actualizadores» consideran como un descubrimiento original posterior a
la segunda guerra mundial, ya había sido efectuada antes del Manifiesto y
aniquilada - también antes del mismo - con el formidable panfleto polémico de
Marx contra Proudhon: Miseria de la Filosofía. Esta obra fundamental destruye
la concepción, muy avanzada para aquella época, de que la transformación social
y la abolición de la propiedad privada son conquistas realizables fuera de la
lucha por el poder político. Al final, se encuentra la famosa frase: no digáis
que el movimiento social no es un movimiento político, la que conduce a nuestra
tesis inequívoca: la política no es una lucha pacífica de opiniones o, peor aún,
una contienda constitucional, sino «el choque cuerpo a cuerpo», la «revolución
total» y, en fin, con las palabras de la poetisa Sand: «el combate o la
muerte».
Proudhon rehúye la
conclusión de la lucha política porque su concepción de la transformación
social es defectuosa, no contiene la superación integral de las relaciones
capitalistas de producción, es competitiva, es localmente cooperativa, queda
encerrada en la visión burguesa de la empresa y del mercado. Proudhon gritó que
la propiedad era un robo, pero su sistema, al permanecer mercantil, sigue
siendo un sistema propietario y burgués. Su miopía sobre la revolución
económica es la misma que la de los modernos «socialistas de empresa» que
repiten de manera menos vigorosa la vieja utopía de Owen, quien quería liberar
a los obreros dándoles la gestión de la fábrica en plena sociedad burguesa. Que
estos señores se llamen ordinovistas a la italiana o barbaristas a la francesa,
la marca proudhoniana los acompaña en sus remotos orígenes y, como a Stalin, se
les podría lanzar la invectiva: ¡miseria de los enriquecedores!
En el sistema de
Proudhon se exalta al máximo el intercambio individual, el mercado, el libre
arbitrio del comprador y del vendedor, y se afirma que bastará adecuar el valor
de cambio de cada mercancía al del trabajo que ésta contiene para haber
eliminado toda la desigualdad social. Marx demuestra y será demostrado contra
Bakunin, contra Lassalle, contra Dühring, contra Sorel, contra los pigmeos más
recientes que hemos indicado - que bajo todo esto no se esconde más que la
apología y la conservación de la economía burguesa, como también es el caso de
la afirmación de Stalin de que en una sociedad socialista (y él pretende que la
sociedad rusa lo sea) siga rigiendo la ley del intercambio de valores
equivalentes.
A partir de este texto,
Marx marca en pocas líneas el abismo entre estas meditas del sistema
capitalista y la visión colosal de la sociedad comunista de mañana. Es su
respuesta a la construcción de Proudhon de una sociedad en la cual el juego
ilimitado de la competencia y el equilibrio de la oferta y de la demanda hacen
el milagro de asegurar a todos las cosas más útiles y de primera necesidad al
«mínimo costo», eterno sueño pequeño-burgués de los siervos estúpidos del
capital. Marx destruye fácilmente este sofisma y lo ridiculiza comparándolo con
la pretensión de hacer pasear a los proudhonianos para obtener buen tiempo,
dado que con buen tiempo todos pasean.
«En una sociedad futura,
en la cual el antagonismo de clases habrá cesado, en la cual ya no habrá
clases, el consumo no será ya determinado por el mínimo de tiempo requerido
para su producción, sino que el tiempo de la producción social que ha de
consagrarse a los diferentes objetos será determinado por su grado de utilidad
social».
Es una de las tantas
joyas que se pueden encontrar en los escritos clásicos de nuestra gran escuela
y que prueban la estupidez de la afirmación corriente: Marx gustaba de
describir las leyes del capitalismo, pero no ha descrito nunca la sociedad
socialista pues habría recaído... en el utopismo. Afirmación común a Stalin y a
los antiestalinistas corrientes.
El intercambio
individual y libre sobre el que se apoya la metafísica de Proudhon se
desarrolla en el intercambio entre las fábricas, los laboratorios, las empresas
administradas por los obreros, según la vieja banalidad que ve el contenido del
socialismo en la conquista de la empresa por parte de los obreros que trabajan
en ella.
En su cruzada en defensa
de la competencia, el viejo Proudhon precede a la modernísima superstición de
la «emulación» productiva. El progreso, solían decir las «cabezas sensatas» de
aquel tiempo, que ignoraban ser menos reaccionarias que los modernos Kruschev,
nace de la sana «emulación». Pero Proudhon identifica la emulación productiva,
«industrial», con la competencia misma. Tienden a emularse los que entran en
competencia por un mismo fin, como puede ser «la mujer para el amante». Marx
observa con sarcasmo: si el objeto inmediato del amante es la mujer, el objeto
inmediato de la emulación industrial debería ser el producto y no el beneficio.
Pero como la carrera es al beneficio, en el mundo burgués (y la cosa sigue
valiendo desde hace más de cien años) la pretendida emulación productiva toma
la forma de una concurrencia comercial, la misma a la que aspiran
norteamericanos y moscovitas con las sonrisas seductoras que intercambian este
verano.
Proudhon aparece como el
precursor de los modernísimos neosocialistas de empresa, no solo en su visión
incompleta de la sociedad revolucionaria, sino aun en la más circunspecta de
sus posiciones: el rechazo del Partido y del Estado porque crean dirigentes,
jerarcas, depositarios del poder, y porque la debilidad de la naturaleza humana
hace inevitable su transformación en un grupo de privilegiados, en una nueva
clase (¿o casta?) dominante, a cuestas del proletariado.
Marx ya había hecho
tragar estas supersticiones sobre la «naturaleza humana» al paridor de sistemas
Proudhon. La frase es tan breve como bien acuñada: El señor Proudhon ignora que
la historia entera no es más que una continua transformación de la naturaleza
humana. Bajo esta maciza piedra sepulcral pueden dormir cien batallones de
idiotas antimarxistas pasados, presentes y futuros.
Para corroborar nuestra
afirmación de que no ponemos ninguna reserva o limitación, ni siquiera
secundaria, al «pleno empleo» de las armas Partido y Estado en la revolución
obrera, para liquidar estos escrúpulos hipócritas, agregaremos que solamente
una organización está en condición de oponer un remedio eficaz y definitivo a
las inevitables manifestaciones individuales de la psicopatología que no
proviene, en los proletarios y militantes comunistas, de la herencia de la
naturaleza del hombre, sino de la del súbdito de la sociedad capitalista y de
su horrible ideología y mitología individualista y de la «dignidad personal».
Esta organización es justamente el partido político comunista, tanto durante la
lucha revolucionaria como en el ejercicio de la dictadura de clase que le compete
integralmente. Los otros organismos que querrían sustituirlo deben ser
descartados, no solo por su impotencia revolucionaria, sino también porque son
cien veces más accesibles que el partido político a las influencias disolventes
pequeño-burguesas y burguesas. La crítica a tales organismos, que ya han sido
propuestos desde distintos lados y desde tiempo inmemorial, debe ser hecha en
el plano histórico más que en el plano «filosófico», siendo sin embargo de
primera importancia mostrar cómo los argumentos alegados por sus partidarios
revelan fácilmente, bajo nuestra indagación, que éstos están sumergidos en las
tinieblas de una ideología de origen y esencia burgueses, y hasta menos que
burgueses, como la de los intelectualoides que infestan peligrosamente las
márgenes del movimiento obrero.
Poniendo en su
organización al no-proletario al mismo nivel del proletario, la forma-partido
es la única en la que el primero puede alcanzar la posición teórica e histórica
que se apoya en los intereses revolucionarios de la clase trabajadora, y
finalmente, aunque después de arduas vicisitudes históricas, servir de mina
revolucionaria, y no de contramina burguesa en nuestras filas.
La superioridad del
partido reside justamente en que supera la infección del trade-unionismo, del
obrerismo. Se entra en el partido a causa de la propia posición en el cuerpo a
cuerpo de las fuerzas históricas en lucha por una nueva forma social
revolucionaria, no por la copia servil (comúnmente alabada) de la posición
personal del militante «respecto al mecanismo productivo», o sea, al mecanismo
creado por la sociedad burguesa, «fisiológico» sólo para ella y para su clase
dominante.
Las organizaciones
económicas del proletariado esclavo como pálidos sustitutos del partido revolucionario
Historia de sistemas impotentes
En la lucha contra la
traición estalinista y sus deformaciones de la teoría económica, aspectos mil
veces más graves que los «excesos de poder» que han escandalizado a trotskistas
y kruschevistas en fases tan diversas, y que los famosos «crímenes» con los que
nos ha saturado todo el filisteismo mundial, cuáquero y pregonero del mundo
«libre», nos hemos apoyado siempre en la clásica tesis de Marx contra Proudhon,
tal como está formulada en el Primer Libro de El Capital (capitulo XXII, nota
24): «Admirase, pues, la astucia de Proudhon, que quiere abolir la propiedad
capitalista contraponiéndole... ¡Las leyes eternas de propiedad
correspondientes a la producción de mercancías!».
En su crítica y en su
tentativa de renovar sus programas, todas las tropas de los pretendidos antiestalinistas
se apoyan en la ridícula exigencia de desintoxicar - esterilizándoles su
contenido revolucionario - el Partido y el Estado,
formas de las que Stalin habría abusado a causa de la eterna avidez de
poder. Esa tesis se da en Italia como texto en los exámenes de latín: ¡el
tirano, sus siervos y la Patria! ¡He aquí que, en base a la historia pasada,
Cicerón sería un «actualizador» de Marx! Es importante mostrar cómo todos los
que alimentan esta preocupación beata (si se los raspa se ve que todos son
aspirantes a jefes, trastornados por la sed de éxito personal) recaen, en su
construcción económico-social, en la ilusión reaccionaria de Proudhon, y no ven
la oposición histórica del comunismo al capitalismo, que equivale a la
oposición del comunismo y del socialismo al mercantilismo.
Una primera exposición
de esta demostración debe ser la de carácter histórico que muestre el fin
miserable de todas las versiones que trataron de proponer, con el objeto de
rechazar los «monstruos» Partido y Estado político, organizaciones de
naturaleza diferente para encuadrar a la clase proletaria en su lucha contra el
capital y para llegar a la formación de la sociedad poscapitalista.
En la tercera parte de
esta exposición trataremos el aspecto económico, o sea, mostraremos que la
meta, el programa que todos esos movimientos apartidarios y «aestatales» se
daban, no era una economía socialista y comunista, sino una ilusión económica
pequeño-burguesa, que los ha vuelto a hundir a todos en el juego de fuerzas de
los partidos y de los Estados del capitalismo moderno.
Para comenzar, nuestra
primera tesis considera igualmente antimarxistas todas estas tentativas basadas
en fórmulas o «recetas» de diversas formas organizativas milagrosas. Esa tesis
es la respuesta a las viejas y semiseculares banalidades de los traficantes y
pregoneros políticos, quienes reducían las vicisitudes de la lucha histórica a
una sucesión de figurines, como en la «moda» del vestido. Estos sabihondos
cacareaban que en la gran revolución francesa el motor fue el club político, y
que la lucha entre éstos (jacobinos, girondinos, etc.) fue la clave de los
acontecimientos. Después esa costumbre pasó de moda y se tuvieron los partidos
electorales...; después se pasó a organismos locales, comunales, preconizados
por los anarquistas...; hoy (pensamos en el 1900) se tiene la modernísima
receta: el sindicalismo obrero de profesión, que tiende a suplantar toda otra
organización y se contrapone (Jorge Sorel) con su potencial revolucionario al
Partido y al Estado. Viejísima canción. Hoy en día (1957) oímos alabar otra
forma «autosuficiente»: el consejo de fábrica, realzado de distintas maneras
frente a toda otra forma por los «tribunistas» holandeses, gramscistas italianos,
titistas yugoslavos, los intitulados «trotskistas», grupitos de «izquierda» de
epopeyas burlescas, etc.
Toda esta vacía
disquisición es sepultada por una sola tesis (Marx, Engels, Lenin): «La
revolución no es una cuestión de forma de organización». La cuestión de la
revolución reside en el choque de las fuerzas históricas, en el programa social
con que se cierra el largo ciclo del modo capitalista de producción. El viejo
utopismo premarxista consistió en inventar el fin en vez de descubrirlo científicamente
en las determinantes pasadas y presentes. Matar el fin y poner en su lugar la
organización que se agita es el nuevo utopismo pos-marxista (Bernstein, jefe
del revisionismo socialdemócrata: el fin no es nada, el movimiento es
todo).
Recordaremos brevemente
esas «propuestas» de modistos que, al querer «probarlas» sobre el proletariado,
lo cargaron en duras derrotas con el yugo reforzado del capital.
Las doctrinas
anarquistas son la expresión de la tesis: el mal es el poder central, y suponen
que todo el problema de la liberación de los oprimidos está en la remoción de
ese poder. El anarquista sólo llega a la clase como concepto accesorio; lo que
quiere liberar es al individuo, al hombre, y en eso hace suyo el programa de la
revolución liberal y burguesa. Todo lo que le reprocha a ésta es haber
instaurado una nueva forma de poder, sin observar que esto es la consecuencia
necesaria de que la misma no ha tenido por contenido y por fuerza motriz la
liberación de la persona o del ciudadano, sino la conquista del dominio sobre
los medios de producción por parte de una nueva clase social. El anarquismo, el
libertarismo - y, apenas se profundiza el análisis, también el estalinismo tal
como es propagado en Occidente - no son más que el clásico liberalismo
revolucionario burgués más alguna otra cosa (que llamamos
autonomía local, estado administrativo, acceso de las clases trabajadoras a los
órganos del poder constitucional). Con semejantes tonterías pequeño-burguesas,
el liberalismo burgués (que en su periodo histórico fue una cosa real y seria)
se vuelve una pura ilusión que castra la revolución obrera, la cual ha apurado
hoy ese cáliz hasta las heces.
Por el contrario, el
marxismo es la negación dialéctica del liberalismo capitalista, al que no
quiere conservar en parte para agregarle correctivos, sino aniquilarlo con las
instituciones que de él han surgido y que, locales y sobre todo centrales,
tienen un carácter de clase. Esta tarea no está confiada a panzadas de autonomía
e independencia, sino a la formación de una fuerza destructora central, cuyas
formas son justamente el Partido y el Estado revolucionarios, a los que ninguna
otra forma, cualquiera que sea, puede sustituir.
La idea de desvincular y
autonomizar al individuo, a la persona, se reduce en primer lugar al criterio
ridículo del refractario individualista, que cierra los ojos e
ignora la sociedad y su maciza estructura, y a la que no puede romper o en la
que sueña colocar una día una máquina infernal; todo esto para terminar en el
existencialismo contemporáneo, socialmente estéril.
Esta exigencia
pequeño-burguesa, que ha nacido de la rabia del pequeño productor autónomo
expropiado por el gran capital y, por consiguiente, de una defensa de la
propiedad (la que según Stirner y otros individualistas puros es un
«prolongamiento de la persona» que se debe respetar), se adaptó al gran hecho
histórico del avance de las masas trabajadoras, reconociendo con el andar del
tiempo algunas formas de organización. Durante la crisis de la I Internacional
(después de 1870), los anarquistas se separaron de los marxistas negando
todavía las organizaciones económicas y hasta las huelgas. Desde esa época
Engels establece que sindicato económico y huelga no bastan para resolver la
cuestión de la revolución, pero que el partido revolucionario debe apoyarlos
puesto que, como lo indicaba ya el «Manifiesto», su valor reside en la
extensión de la organización proletaria hacia una forma única y central, que es
la organización política.
En esta fase, la
propuesta de los libertarios es la no bien definida «comuna» revolucionaria
local, órgano presentado a veces como fuerza en lucha contra el poder
constituido, que afirma su autonomía rompiendo todo vínculo con el Estado
central, a veces como forma que administra una nueva economía. No se trataba
más que de un retorno a la primera forma capitalista de las Comunas de fines de
la Edad Media en Italia y en la Flandes alemana, donde la joven burguesía
luchaba contra el Imperio; como siempre, era entonces un hecho revolucionario
respecto al desarrollo de la economía productiva, mientras que hoy es un vano
resurgimiento encubierto de falso extremismo.
Para los anarquistas, en
cincuenta años de conmemoraciones, el modelo de este órgano local había sido la
Comuna de París de 1871; por el contrario, en el análisis mucho más potente e
irrevocable de Marx y de Lenin, es el primer ejemplo histórico grandioso de la
dictadura del proletariado, de Estado central del proletariado (aunque limitado
todavía territorialmente).
El Estado capitalista
francés, encarnado en la Tercera República de Thiers, se retiró de su capital
para aplastar al París proletario, y se dispuso a hacerlo desde el otro lado de
las fuerzas prusianas que le sitiaban; después de la resistencia desesperada y
de la masacre espantosa que siguió, Marx pudo escribir que desde ese día todos
los ejércitos nacionales de la burguesía están confederados contra el
proletariado.
No se trató de reducir
la lucha histórica del marco nacional al comunal ( ¡piénsese en una pobre
comuna inerme de la periferia!), sino de ampliarla a una lucha internacional.
En los años de la Segunda Internacional afloró también una nueva versión del
socialismo (que impresionó hasta la mente inquieta del Mussolini de la preguerra)
llamada «comunalismo», que quería construir la célula de la sociedad socialista
a través de la conquista de la comuna autónoma, ¡desgraciadamente no ya con la
dinamita como lo querían los anarquistas, sino por medio de las elecciones
municipales! Las objeciones de entonces serian inútiles hoy en día en que el
inexorable desarrollo económico, bien conocido por los marxistas, ha envuelto
todas las estructuras locales en una red de vínculos económicos,
administrativos y políticos con el centro cada vez más inextricable: basta con
pensar en el ridículo de cada pequeña comuna rebelde que construyese una
estación de radio y televisión, al menos para interferir la de su gran enemigo,
el Estado central.
La idea de
organizaciones que agrupen a los trabajadores de una comuna, o de una comuna
que se declare políticamente independiente y económicamente autárquica, ha
muerto por si misma; pero la ilusión burguesa de la «autonomía» tendrá todavía
oportunidad de embrutecer la mente y paralizar los brazos de los militantes de
la clase obrera.
Las otras formas de
organización «inmediata» de los trabajadores, desembocando en el sindicato de
profesión o de oficio, en el sindicato de industria, en el consejo de fábrica,
tendrán una historia más larga y más compleja. En la medida en que esas formas
son presentadas como alternativa al predominio del partido político
revolucionario, la historia de sus movimientos y de las doctrinas que se
apoyaron sobre ellas de manera más o menos desordenada coincide con la historia
del oportunismo de la Segunda y de la Tercera Internacional; procuraremos
limitarnos a una breve reseña, a pesar de ser grave la escasez de conocimiento
que las masas de Europa tienen de los inmensos sacrificios soportados por el
proletariado del continente en relación con esta historia, y a pesar de que es
necesario que el proletariado llegue un día a asimilar las enseñanzas de estas
tremendas experiencias.
La historia del
localismo y del llamado comunismo anarquista o libertario es la historia del
oportunismo en el seno de la Primera Internacional, del que Marx debió
liberarse tanto con la crítica doctrinal como con la dura lucha organizativa
contra Bakunin y sus tenaces partidarios en Francia, Suiza, España e Italia.
A pesar de la historia
de la revolución rusa, numerosos «izquierdistas» y enemigos declarados
del estalinismo consideran todavía a los anarquistas como un punto de apoyo
posible; era pues necesario restablecer que el libertarismo es una primera
forma de enfermedad del movimiento proletario, que ha precedido a los otros
oportunismos (incluso al propio estalinismo) por el hecho de que desplazó las
posiciones políticas e históricas a un terreno espurio capaz de atraer al lado
del proletariado a las capas de la pequeña y aun de la mediana burguesía, en lo
que ha residido siempre la causa de todos los errores y la fuente de todos los
fracasos. Lo que se logró no fue la dirección de la «masa popular» por parte
del proletariado, sino la destrucción de todo carácter proletario del
movimiento general y el sometimiento del proletariado al capital.
Este peligro fue
denunciado desde los primeros años del marxismo, y es doloroso constatar que
hoy tenemos más datos que Marx para afrontarlo, mientras que se entiende al
revés lo que ya era claro un siglo atrás. Engels también sentía horror por la
versión «popular» de la revolución obrera, como lo demuestra, entre cien otros
pasajes, en el prefacio a «La Lucha de Clases en Francia»: «Después de la
derrota de 1849, nosotros no compartíamos en modo alguno las ilusiones de la
democracia vulgar (...). Esta contaba con una victoria inmediata y decisiva del
«pueblo» sobre los «opresores»; nosotros contábamos con una larga lucha,
después de haber eliminado a los «opresores», entre los elementos
antagónicos que se ocultaban justamente en este “pueblo”.»
Para la doctrina
marxista, desde esa época existen los fundamentos para condenar las actuales versiones populares de
«todos» los oportunistas (incluidos los grupitos cuadrifoliados (3) y barbaristas
(4), que han dedicado
hace poco largas palinodias a los acontecimientos húngaros en los cuales, como
siempre, hacen pasar un movimiento «popular» por un movimiento de clase).
Pone al pueblo en el
lugar de la clase todo el que, colocando a la clase proletaria delante y por
encima del partido comunista, cree rendirle el supremo homenaje, cuando en
realidad la desclasa, la anega en el magma «popular» y la inmola a la
contra-revolución.
A fines del siglo XIX
los partidos políticos del proletariado se habían vuelto organizativamente
potentes y numerosos en toda Europa; su modelo era la Social democracia
alemana, que tras una larga lucha contra las leyes excepcionales
antisocialistas de Bismarck había obligado al Estado kaiserista-burgués a
abolirlas, y que en cada elección veía aumentar sus votos y el número de sus
escaños en el parlamento. Este partido hubiera debido ser el depositario de la
tradición de Marx y Engels, y a ello se debía su prestigio en el seno de la
Segunda Internacional reconstituida en 1889.
Pero justamente en el
seno de este partido se había desarrollado una nueva corriente llamada revisionismo,
cuyo teórico máximo fue Eduardo Bernstein, la que sostenía abiertamente que el
desarrollo de la sociedad burguesa y sus nuevos aspectos,
durante la época de relativa tranquilidad social e internacional que había
seguido a la gran guerra franco-prusiana, indicaban «nuevas vías al
socialismo», diferentes de la de Marx.
Fue adoptada entonces, y
no se asombren de ello los jóvenes militantes obreros de hoy, justamente la
misma frase lanzada después del XX Congreso ruso de 1956, ¡con las mismísimas
palabras que todos creen recién inventadas, flamantes! El revisionista italiano
Bonomi, expulsado del partido socialista en 1912, ministro de guerra bajo Giolitti,
que cumplió la tarea de hacer ametrallar, no a los fascistas, sino a los
proletarios que los combatían, y que fue después uno de los jefes del gobierno
de la república antifascista, escribió hace medio siglo un libro con el
siguiente título Las nuevas vías al socialismo. Giolitti extrajo de
él la frase que decía que los socialistas habían puesto a Marx en la
buhardilla. El actual movimiento de la Izquierda Comunista Internacional
entronca con los grupos de la fracción de la izquierda que, en sus años
lejanos, respondieron llenando a su diario «La Buhardilla».
Los revisionistas
sostenían que, en la nueva situación de Europa y del mundo capitalista, el paso
al socialismo y la emancipación de la clase proletaria no requerirían la lucha
insurreccional, el empleo de la violencia armada y la conquista revolucionaria
del poder político, y rechazaron integralmente la tesis central de Marx: la
dictadura del proletariado.
En el lugar do esta
«visión catastrófica» colocaron la acción legal electoral, la acción legislativa
en el parlamento, y se llegó hasta la participación de socialistas electos en
los ministerios burgueses (posibilismo, millerandismo) con el fin de promulgar
leyes favorables al proletariado, a pesar de que los congresos internacionales,
hasta la primera guerra mundial, habían condenado siempre esa táctica, y que ya
antes del mismo conflicto los colaboracionistas a la Bonomí (no los Bernstein,
o en Italia los Turatí) habían sido expulsados del partido.
A tal degeneración, no
solo de la doctrina, sino también de la política de los partidos socialistas
(de la que no podemos ocuparnos aquí más extensamente), sucedió una ola de
desconfianza hacia la forma del partido político en amplias
capas obreras, que favoreció el juego de los críticos antimarxistas y
anarquistas. En un primer momento, sólo corrientes menos importantes
combatieron al revisionismo con la norma de permanecer fieles a la doctrina
originaria del marxismo (radicales en Alemania, revolucionarios intransigentes
en Italia, y en otros lugares duros, rígidos, ortodoxos, etc.).
Estas corrientes, a las
que corresponde en Rusia el bolchevismo con Plekanov (quien terminó tan mal
como el alemán Kautsky durante la guerra) y Lenin, no dejaron un instante de
reivindicar la forma Partido y - con total claridad solamente Lenín - la forma
Estado, o sea, la forma Dictadura. Pero durante un decenio quizá, otra escuela
se puso en lucha contra el revisionismo social demócrata, a saber, la del sindicalismo
revolucionario, cuyos orígenes son ciertamente más antiguos, pero que tuvo
su jefe teórico en Jorge Sorel. Las corrientes de esta escuela fueron fuertes
en los países latinos; primero lucharon en las filas de los partidos
socialistas, luego se salieron de ellos sea por las vicisitudes de las luchas,
sea por coherencia con su doctrina que excluía al partido como órgano de la
revolución de clase.
La forma fundamental de
la organización proletaria era para ellos el sindicato económico,
que ante todo debía no solo dirigir la lucha de clase por la defensa de los
intereses obreros inmediatos, sino también prepararse, sin ninguna sumisión a
un partido político, para la dirección de la guerra revolucionaria final con
miras a la demolición del sistema capitalista.
El análisis de los fundamentos
y de la evolución de esta doctrina, tanto en su dirigente ideológico Sorel como
en los grupos multiformes que la siguieron en diferentes países, nos conduciría
demasiado lejos. Como hemos indicado, no trataremos en síntesis más que su
balance histórico y su muy discutible perspectiva de una futura sociedad no
capitalista.
Sorel y no pocos de sus
partidarios, aun en Italia, declararon al comienzo ser los verdaderos
continuadores de Marx contra la falsa interpretación pacifista y evolucionista
de los revisionistas legalistas. Finalmente tuvieron que admitir que ellos
representaban otro revisionismo, que a primera vista podría parecer más de
izquierda que de derecha, pero que en realidad estaba ligado a los mismos
orígenes y contenía los mismos peligros.
Lo que Sorel retenía de
Marx era el empleo de la violencia y el choque de la clase proletaria contra
las instituciones y los poderes burgueses, y sobre todo contra el Estado.
Mostraba así haberse mantenido fiel a la crítica de Marx según la cual el Estado
contemporáneo surgido de la revolución liberal, en sus formas democráticas y
parlamentarias, no deja de ser el órgano específico de defensa de los intereses
de la clase dominante, cuyo poder no puede ser abatido por las vías
constitucionales. Los sorelianos reivindicaron la acción ilegal, el uso de la
violencia, la huelga general revolucionaria, e hicieron de ésta su máximo
ideal, en una época en que en la mayoría de los partidos socialistas estas
consignas eran vehementemente desaprobadas.
Aunque la huelga general
soreliana, en la que culmina la teoría de la «acción directa» (es decir, sin
intermediarios legalmente elegidos entre proletariado y burguesía), sea
concebida como huelga simultánea para todos los oficios obreros, todas las
ciudades de un Estado, y aun como internacional (de lo que no hay verdaderos y
apropiados ejemplos), en realidad la insurrección de los sindicalistas conserva
la forma y los límites de una acción de individuos, o cuanto más de grupos
esporádicos, y no se eleva hasta el concepto de una acción de clase. Esto es
debido a su horror a una organización política revolucionaria, la cual no puede
dejar de tener también formas militares y, después de la victoria, estatales
(Estado proletario, Dictadura), mientras que los sorelianos, marchando tras los
pasos de los bakuninistas de treinta años atrás, no quieren ni Partido, ni
Estado, ni Dictadura. La huelga general nacional supuesta victoriosa coincide
(¿el mismo día?) con la expropiación (noción de huelga expropiadora),
y la visión soreliana del paso de una forma social a otra es tan nebulosa y
frágil como fue defraudante y caduca.
En
1920, en Italia - en pleno florecimiento del entusiasmo por Lenin, por la forma
partido, por la conquista central del poder y la dictadura «expropiadora» -
esta consigna falsamente extremista de «huelga expropiadora» fue introducida
tanto en los medios «maximalistas» como en los «ordinovistas»; fue una de las
tantas veces que se los tuvo que tratar a cepillazos marxistas, sin piedad y
sin temor a pasar por bomberos (5).
Sorel y todos estos
epígonos suyos se sitúan en substancia fuera del determinismo marxista, y el
juego de los efectos entre esfera económica y política permanece para ellos
como letra muerta; al ser individualistas y voluntaristas, ven en la revolución
un acto de fuerza sólo después de haber visto en ésta un acto de conciencia
imposible. Como Lenin demuestra en el ¿Qué Hacer?, ellos invierten el marxismo.
Haciendo surgir conciencia y voluntad del fuero interior del individuo,
hacen tabla rasa, de una sola vez, del Estado burgués, de la división en
clases, de la psicología de clase. No comprenden la alternativa: dictadura
capitalista o comunista, y salen del paso por la única vía histórica posible:
restablecen la primera. Para nosotros no tiene importancia saber si lo hacen
con o sin conciencia, mientras que para ellos esta última cuestión es de
capital relieve.
No nos interesa seguir a
Jorge Sorel en su evolución lógica: idealismo, espiritualismo, retorno al seno
de la Iglesia católica.
Como ya hemos indicado
varias veces, no podemos indudablemente exponer aquí toda la historia crítica
del desastre socialista en el momento del estallido de la primera guerra
mundial (agosto de 1914). Debemos preguntarnos solamente si la ruina alcanzó
únicamente a los partidos políticos, o también a las organizaciones sindicales
y a los propios ideólogos de la escuela sindicalista (que no querían llamarse
partido, pero que lo eran de hecho, con una base de clase pequeño-burguesa a
despecho de su superstición de pureza obrera). Estos constituían entonces, como
por otro lado los anarquistas lo han hecho siempre más o menos, «grupos» no
mejor definidos que se declaraban apolíticos, aelectoralistas,
aparlamentarios, apartidarios (perdone el lector todas estas horribles
palabras que abusan del «alfa privativa»). Tenemos ejemplos recientes de cómo
todo este pudor por el Partido y por la política revolucionaria termina
permitiendo a estos rejuntados inestables y relajados estar en
los partidos oportunistas y burgueses, y hacer campañas electorales para
inmundos traidores de clase. ¡Autonomía sobre todo!
Es indiscutible, y es
material básico de toda la restauración del marxismo revolucionario realizada
en la época de Lenín, que los más grandes partidos socialistas de Europa nos
hicieron asistir a una bancarrota vergonzosa. Es innecesario recordar que, aun
para su incomparable compañera, Lenín fue inabordable durante tres semanas, que
pisoteaba los diarios no pudiendo creer las noticias y vagaba furiosamente en
la pequeña habitación suiza como una fiera enjaulada.
No cambiamos nada a
cuanto hemos dicho y hecho siempre contra los parlamentarios traidores que
habían votado los créditos de guerra y entrado en los gobiernos de unión
sagrada. Pero en Italia se desarrolló, con la ventaja de nueve meses de espera,
la lucha para impedir la defección de los jefes del partido a pocos días de la
orden de movilización. La dirección del partido resistía bien; el grupo
parlamentario, en su mayoría de tendencia reformista, era contrario a la huelga
general nacional, pero se comprometía a votar contra los créditos de guerra y
el gobierno, y lo hizo unánimemente. Los que tuvieron la posición más
derrotista fueron los jefes de la Confederación del Trabajo, cuyo sabotaje a la
propuesta de huelga tuvimos que desenmascarar: decían que temían su fracaso; en
realidad, por motivos de patriotismo burgués, temían su éxito.
En todos los países
fueron las grandes centrales sindicales las que remolcaron a los partidos políticos
por la senda de la vergüenza inconmensurable. Así sucedió en Francia, en
Alemania y en Austria. En Inglaterra, el monstruo de todos los tiempos, el
campeón de la antirrevolución, el Labour Party, al cual están
afiliadas las Trade-Unions (es decir, los sindicatos
económicos), apoyó unánimemente la guerra, mientras que el pequeño partido
socialista británico tomaba una actitud de oposición.
Los críticos sorelianos
del parlamentarismo habían denunciado con razón muchas vergüenzas, pero no
habían pensado que los diputados obreros que frecuentaban las antesalas de la
administración burguesa eran incitados allí por los organizadores sindicales
que querían aportar concesiones materiales a sus afiliados. Como lo hizo
observar Lenín (y Engels y Marx a partir de las cartas sobre la
contrarrevolución alemana de 1850), el oportunismo, cuyo bubón más clásico
estalló entonces, no tiene su origen en la traición o en la vileza de los jefes
revolucionarios, lo que es solamente una de sus manifestaciones inseparables.
El oportunismo es un hecho social, un compromiso entre las clases que se
produce en profundidad, y sería una locura no verlo. El capitalismo ofreció un
pacto a los obreros industriales exceptuados del servicio militar. Si en Italia
el Sindicato Ferroviario se opuso a la Confederación General del Trabajo en la
cuestión de la huelga, en la que sus afiliados corrían el riesgo de perder su
exoneración, fue por fuerza política y por los vínculos que existían
abiertamente entre este organismo obrero combativo y el ala extrema del partido
marxista.
En la crisis de 1914,
como en todas las otras crisis análogas, aunque menos ruidosas, los sindicatos
fueron - al nivel de sus círculos dirigentes - bolas de plomo en los pies de
los partidos de clase; los obreros no eliminaron esos círculos dirigentes sino
después de largos años de lucha, al igual que los militantes de partido con los
jefes oportunistas, y los electores socialistas con los diputados. Los
sorelianos no habían visto todo este cúmulo de fenómenos evidentes al proponer
como remedio contra el revisionismo boicotear los partidos y refugiarse en los
sindicatos obreros.
Mucho peor fue lo que
sucedió en Francia y en Italia, donde existían incluso Confederaciones
sindicales de la corriente anarco-sindicalista. En Francia, ésta era
mayoritaria, con su secretario Jouhaux, soreliano hasta la médula y enemigo del
partido y de su grupo parlamentario. Pero no solo Jouhaux, seguido por toda su
organización y sus masas (salvo minorías absolutamente despreciables al comienzo),
siguió la política patriotera de los diputados socialistas, sino también el
famoso y docto anarquista Eliseo Reclus, y el más famoso (aunque asno) Gustavo
Hervé, jefe de los antimilitaristas europeos, director de la Guerra
Social, organizador del «citoyen-browning», o ciudadano-revólver, que se
había comprometido a plantar el drapeau tricolore dans le fumier,
la bandera francesa en el estiércol; éste cambió el nombre del diario por el
de La Victoire, dirigió la más venenosa campana de odio contra
los boches y fue a enrolarse en el estiércol digno
de él.
Por consiguiente, de las
filas sorelianas no salió nada mejor que de las del partido S.F.I.O. que, en
cuanto a marxismo, ya entonces no valía tres perras falsas. Los sindicalistas
«apartidarios» tuvieron el mismo fin que los Guesde y los Cachin, que vinieron
a comprar con los francos del Estado francés el diario de Mussolini (el segundo
de ellos fue más tarde comunista y, después del paréntesis hitlerista,
antifascista resistente).
En Italia existían, frente
a la Confederación del Trabajo, la Unión Sindical Italiana. Por más impregnada
que estuviese de bajo reformismo, la primera no se adhirió jamás a la política
de guerra. Pero los anarco-sindicalistas se dividieron en dos Uniones
sindicales: una contraria a la guerra; la otra, con de Ambris y Corridoní,
notoriamente intervencionista.
Mejor prueba dio el
partido, porque cuando Mussolini salió de él en 1914, en la reunión de
expulsión de la sección de Milán ni una sola voz se elevó para defenderlo.
La propuesta de
renunciar al partido político proletario para desplazar el baricentro de la
lucha política revolucionaria al sindicato de oficio, comporta teóricamente el
abandono total de las bases de la doctrina marxista, y sólo puede ser hecha por
los que abjuran su credo filosófico y económico - como lo
hicieron finalmente los sorelianos y como habían hecho los bakuninistas -
mientras que en su balance histórico se muestra carente de todo fundamento. El
razonamiento de que en el partido pueden entrar elementos que no son de origen
estrictamente proletario, quienes terminan asumiendo los puestos directivos,
mientras que esto no sucedería en los sindicatos, lo cual no es cierto, queda
reducido a nada por los ejemplos históricos más escandalosos.
La estrechez del
horizonte sindical respecto al político reside en el hecho de que aquél no
tiene un fundamento de clase, sino apenas de categoría, y sufre de la rígida
separación medieval de los oficios. La transformación ulterior del sindicato de
oficio (o profesional) en sindicato de industria no representa
un paso adelante. En esta forma, por ejemplo, un obrero carpintero que trabaja
en la fábrica de automóviles formará parte de la confederación metalúrgica, y
no de la maderera. Pero las dos formas tienen en común el hecho que en la base,
el contacto entre los afiliados se establece solamente entre elementos que
tienen en común (y por consiguiente tratan) sólo los problemas de un sector
productivo limitado, y no todos los problemas sociales. La
síntesis de los intereses de los grupos proletarios locales profesionales e
industriales se hace solamente por el conducto de un aparato de funcionarios de
las organizaciones.
Por lo tanto, la
superación de la estrechez de intereses se realiza únicamente en la
organización de partido, que no separa a los proletarios por profesión ni por
sector productivo.
Después de la primera
guerra mundial, al ser evidente para todos que la traición a la causa
socialista recaía no solo en los grupos parlamentarios y en los partidos, sino
también en las grandes organizaciones y confederaciones sindicales, tuvo gran
impulso la sobrevaloración de una nueva forma de organismo inmediato de los
proletarios industriales: ¡el consejo de fábrica!.
Los teóricos de este
sistema pretendieron que el mismo podía expresar mejor que cualquier otro la
función histórica de la clase trabajadora moderna, a un doble nivel. Para
ellos, la defensa de los intereses de los obreros frente al patrón pasaba del
Sindicato al Consejo de Fábrica, aunque ligado a los otros en el «Sistema de
los Consejos» según la localidad, las regiones y las naciones, y según los
sectores industriales. Pero surgía una nueva reivindicación: la del control de
la producción y, más alejada, la de la gestión. Los consejos habrían
debido reivindicar no solo tener voz en el trato de los obreros por parte de la
firma en cuanto a salarios, horarios y toda otra cuestión, sino también en las
operaciones técnico-económicas dejadas hasta entonces a la decisión de la
empresa: programas de producción, compras de materias primas, destino de los
productos. La gestión obrera total, es decir, la eliminación
efectiva, la expropiación de los patrones, era puesta como meta de una serie de
«conquistas» en esta dirección.
Al menos en Italia, este
espejismo, que podía seducir al principio, fue enseguida considerado como
totalmente engañoso por los marxistas revolucionarios. La cuestión del poder
central quedaba eliminada en esta perspectiva, porque se admitían como
coexistentes el poder del Estado burgués y un grado avanzado de control
obrero y hasta un periodo de gestión obrera ejercidos
en cierto número o conjunto de empresas (¡un primer ejemplo de coexistencia del
lobo y del cordero!).
No se trataba sino de un
nuevo revisionismo, de una edición empeorada del reformismo, si se tiene en
cuenta que en este sistema hipotético se desvanece - en el entrelazarse de las
gestiones locales - el plan social de la producción y de la economía, que los
revisionistas clásicos confiaban a un Estado político conquistado pacíficamente
por la clase obrera.
Es fácil establecer
desde un punto de vista doctrinario que se trata de un sistema tan antimarxista
como el del sindicalismo soreliano. Con procedimientos similares vemos
eliminados del desarrollo del drama revolucionario a los personajes que le son
sospechosos: Partido de clase y Estado de
clase, mientras que los revisionistas clásicos se limitaban formalmente al
sabotaje abierto de la violencia de clase y de la dictadura de clase. En ambos
casos, lo que desaparece, en substancia, son la revolución y el socialismo.
Al continuar en los
decenios siguientes dando crédito a la desconfianza banal hacia las dos
formas Partido y Estado, se ha llegado a confundir el «contenido
del socialismo» con estos dos postulados: control obrero de la producción,
gestión obrera de la producción. Y esta mercancía seria el nuevo marxismo.
¿Ha dicho Marx cuál es
el «contenido del socialismo»? Marx no ha contestado a una pregunta tan
metafísica. El contenido de un recipiente puede ser tanto el agua como el vino
o un líquido cualquiera. En cuanto marxistas, podemos preguntarnos cuál es el
proceso histórico que conduce al socialismo y podemos preguntarnos cuáles son
las relaciones entre los hombres que se tendrán «en el socialismo», o sea, en
la sociedad no capitalista de mañana.
Bajo estos dos aspectos,
son puras tonterías las respuestas: control de la producción en la fábrica,
gestión de la fábrica, o la que las acompaña a menudo: autonomía del
proletariado.
Si nos referimos al proceso
histórico que conduce al socialismo a partir de la sociedad plenamente
industrial capitalista, desde hace un siglo hemos indicado cómo lo vemos:
formación del proletariado, organización del proletariado en partido político
de clase, organización del proletariado en clase dominante. Sólo a partir de
este momento comienza el control y la gestión de la producción, no en
la empresa y por parte del consejo del personal,
sino en la sociedad y por parte del Estado de clase,
dirigido por el partido de clase.
Si esta búsqueda del
risible «contenido» se refiere a la sociedad plenamente socialista, con más
razón las fórmulas de control obrero y gestión obrera pierden
todo sentido. En el socialismo ya no existe la sociedad seccionada entre
productores y no productores, porque ya no existe una sociedad dividida en
clases. El contenido del socialismo (si se quiere emplear esta pobre expresión)
no será la autonomía, el control y la gestión del proletariado, sino la desaparición del
proletariado, del asalariado, del intercambio (aun del último, que se efectúa
entre moneda y fuerza de trabajo), y, en fin, de la empresa. Allí
no habrá nada que controlar y administrar, nadie respecto a quien pedir autonomía.
Estos sistemas ideológicos muestran solamente en quienes lo adoptan la total
impotencia teórica y práctica para luchar por una sociedad que no sea una mala
copia de la sociedad burguesa. Sólo piden la propia autonomía respecto a una
ardua tarea, respecto a la fuerza del partido de clase, respecto a la dictadura
revolucionaria. El joven Marx, fresco aún de fórmulas hegelianas (en las que
esa gente cree todavía hoy), hubiera respondido que quien busca la autonomía del
proletariado encuentra la autonomía del burgués, eterno modelo del hombre (cf. La
cuestión judía).
Los Consejos de los
ordinovistas italianos tienen precedentes en los países anglosajones y por
antepasados a las antiguas corporaciones, que no nacieron para la guerra contra
un patrón burgués, sino para la guerra contra otras corporaciones y formas
señoriales y feudales.
Cuando se falsificó
miserablemente la revolución rusa, haciendo del primer capítulo de la
revolución proletaria europea una lucha de campesinos por la «conquista de la
tierra», se creó el paralelo superficial de la «conquista de la fábrica». Por
estas sendas se abandonó y se abandona la vía maestra de la conquista del poder
y de la sociedad.
En
su lugar, ya hemos tratado cómo Lenín liquidó este problema para Rusia, en la
cuestión agraria y en la cuestión industrial, y no es preciso repetirnos (6). Sindicalistas y anarquistas del
mundo entero retiraron sus simpatías a la revolución rusa cuando comprendieron
que el «control obrero y campesino» de Lenin se derivaba del tronco potente del
control del poder, y concernía a las empresas que el Estado ruso no
podía todavía expropiar.
Las tentativas de
gestión autónoma de las fábricas debieron ser reprimidas, algunas veces con la
fuerza, para evitar desastres económicos y sin sentido que hubieran sido
antisocialistas por sus mismos efectos políticos y militares sobre la guerra
civil.
Pronto fue disipada la
confusión entre el Estado de los Consejos obreros, órganos
territoriales y políticos, y la ficción ordinovista del Estado de
los consejos de empresa, autónomos en su propia gestión. A ese respecto, basta
con leer las tesis del II Congreso de la Internacional Comunista sobre los
sindicatos y los consejos de fábrica, que definen la tarea de esos órganos
antes y después de la revolución. La clave de la solución marxista reside en la
penetración del partido revolucionario en los unos y en los otros, y en su
subordinación (y no en su autonomía) al Estado revolucionario. En el trabajo
sobre la cuestión rusa hemos expuesto las sucesivas discusiones en el partido
al respecto.
Nos interesa tratar
brevemente la experiencia italiana. En 1920 tuvo lugar el célebre episodio de
la ocupación de las fábricas. Los obreros, manifiestamente descontentos del
comportamiento poltrón de los grandes sindicatos confederados,
empujados por la situación económica y por las intenciones ofensivas de los
industriales después de la primera euforia posbélica, se atrincheraron en las
fábricas, tras de haber expulsado de ellas a los dirigentes, poniéndolas en
estado de defensa, e intentando en numerosas localidades continuar el trabajo
y, a veces, disponer comercialmente de los productos manufacturados.
Este movimiento hubiera
podido tener desarrollos grandiosos si en aquel momento, en septiembre de 1920,
el proletariado italiano hubiese tenido un partido revolucionario fuerte y
decidido. Por el contrario, estaba en pleno desarrollo la crisis del partido
socialista, después del congreso unitario de Bolonia de 1919, seguido de la
estrepitosa victoria electoral con 150 diputados en el Parlamento, y se
desenvolvía la crisis del falso extremismo de los «maximalistas» de Serrati,
que sólo se resolvería en enero de 1921 con la escisión de Livorno.
Las decisiones eran
siempre remitidas a híbridas convocatorias de la dirección del partido (con
algunas de sus organizaciones periféricas, disputadas entre las diversas
fracciones), de los parlamentarios socialistas y de los jefes de la
Confederación del Trabajo. La Izquierda sostuvo en vano que sólo el partido
debía afrontar tales problemas de la lucha política obrera y dar las consignas:
los diputados y los organizadores sindicales debían seguirlas únicamente, en cuantos
miembros del partido. Se trataba de acciones a escala nacional y genuinamente
políticas.
Por otra parte, la orgía
de falsas posiciones extremistas fue la prueba de cuán ruinosa es la falta de
sólidas bases doctrinales en el partido. Se confundió el generoso movimiento de
invasión de las fábricas con la constitución en Italia de los Soviets, o
consejos obreros, y hablaron de proclamar esa constitución los mismos que se
oponían a la consigna de la conquista del poder. Se olvidaron las posiciones
netas de Lenin y de los Congresos mundiales para quienes los Soviets no son
organismos que puedan coexistir con el Estado tradicional, sino que
surgen en un periodo de lucha abierta por el poder, cuando el Estado vacila,
para sustituir a los órganos ejecutivos y legislativos burgueses. En la
confusión general y en la absurda colaboración entre revolucionarios y
legalistas, el movimiento cayó en la impotencia.
El jefe burgués Giolitti
tuvo una visión mucho más clara. Aun bajo el ángulo constitucional hubiera
podido disponer por la fuerza armada la expulsión de los obreros que habían
ocupado las fábricas. Se guardó bien de hacerlo, a pesar de las incitaciones de
las fuerzas de derecha y del naciente fascismo. Los obreros y sus
organizaciones no mostraban ninguna intención de salir armados de las fábricas
ocupadas, y prácticamente inertes, para atacar a las fuerzas burguesas e
intentar ocupar las sedes de la administración y de la policía; el hambre
debería empujarlos a abandonar la posición insostenible que habían asumido.
Giolitti no hizo disparar prácticamente ni un solo tiro, pero el movimiento
terminó míseramente, y bien pronto los dirigentes y patrones capitalistas
recuperaron la posesión y la dirección de las fábricas en las mismas
condiciones que antes, después de un número despreciable de incidentes. La
tormenta había pasado sin ninguna molestia seria para el poder y el privilegio
de clase.
Toda la historia
italiana de los años de la posguerra demuestra claramente cómo, aun en
condiciones favorables, la lucha proletaria está destinada al fracaso cuando
falta el partido revolucionario capaz de plantear la cuestión del poder de
manera radical; la historia del fascismo lo confirma.
Se trató de la
bancarrota de la fórmula que quiere sustituir la revolución, que apunta al
control político de la sociedad, al asalto al Estado burgués y a la
instauración de la dictadura proletaria, por la ilusión mezquina del control y
la conquista de la empresa de producción por parte de los obreros organizados
en consejos de fábrica, que agrupan a todo el personal, sin tener en cuenta las
directivas políticas y la pertenencia a los partidos.
La corriente italiana del
ordinovismo no llegó entonces a sostener la inutilidad del partido, porque las
vicisitudes de la Tercera Internacional la llevaron a converger en la táctica
de los contactos entre los diversos partidos proletarios, incluso reformistas y
oportunistas, y porque su ideología era la de un frente único de clase entre
obreros, industriales y pequeño-burgueses. Pero los acontecimientos ulteriores
y la historia del triunfo del oportunismo en Italia y en la Internacional
mostraron cuán peligroso punto de partida fue la doctrina del Consejo de
fábrica que se basta a sí mismo y a la causa revolucionaria, y la ilusión de
que para la victoria del comunismo es suficiente el traspaso de la empresa
aislada de producción de las manos del patrón a las del personal, independientemente
de la cuestión general de una nueva organización de toda la vida humana, en la
que el viejo esquema productivo, al cual se adhieren las redes inmediatas de
los organismos sindicales y de empresa, debe ser primero denunciado y después
destrozado hasta los cimientos.
A cada etapa del proceso
de involución que la gran tragedia rusa nos ha presentado y nos presenta, se
suceden las tentativas de volver a dar vida a formas de organización proletaria
diferentes de aquellas sobre las cuales los grandes pioneros de la Revolución
de Octubre fundaron el inmenso esfuerzo que los condujo a la vanguardia de la
amenazante avanzada proletaria y anticapitalista al final de la primera guerra
mundial: el Partido político y la Dictadura proletaria.
De esa temerosa
desconfianza hacia el Partido y el Estado, formas
de organización indispensables para invertir históricamente la relación de
dominación de clase, no saldrá jamás ni teórica ni prácticamente nada útil para
una gran reanudación del movimiento de clase. La pueril objeción se reduce a la
convicción de que la propia naturaleza del hombre lo condena irremediablemente
a transformar el ejercicio del poder, de defensa de la causa de las fuerzas
sociales que han dado el mandato a la red «jerárquica» (la palabra es exacta),
en la defensa de los intereses personales y de la vanidosa codicia del
individuo revestido de las funciones de poder en el Partido y en el Estado.
El marxismo consiste en
la demostración de la inexistencia de esta fatalidad estúpida, y en la
demostración de que las acciones de los individuos dependen de las fuerzas
desarrolladas por los intereses generales, ya sea cuando se trata de acciones
de individuos que reaccionan como simples moléculas de la masa paralelamente a
otras, como - y sobre todo - cuando se trata de unidades colocadas por la
dinámica social en los puntos claves, cruciales, de la lucha histórica.
O leemos la historia
como marxistas, o recaemos en las masturbaciones escolásticas que explican acontecimientos
colosales por las maniobras del monarca (que a su vez pretende presentarlas
como el efecto de una causa eficiente, que sería la transmisión de la corona al
heredero o a la descendencia), o por las hazañas del jefe mercenario ¡a quien
empujaba la intención de ser glorificado e inmortalizado por la posteridad! El
vínculo entre una previsión consciente, una voluntad motriz y un resultado
directo que «plasma» la sociedad y la historia, nosotros lo consideramos vedado
al individuo, no solo al pobre cristo-molécula perdido en el magma social, sino
sobre todo al coronado, al que lleva el cetro, al revestido de cargos, de
honores y con el nombre constelado por los títulos antepuestos y las iniciales
mayúsculas. Es justamente ese hombre el que no sabe lo que quiere y no logra lo
que pensaba, y al cual, si se nos disculpa la noble imagen, el determinismo
histórico reserva la dosis más alta de patadas en el trasero. Si se acepta
nuestra doctrina, es el jefe quien reviste al máximo la función de marioneta de
la historia.
La sucesión de todas las
revoluciones, cuando son estudiadas como superación de las formas productivas,
nos muestra una fase dinámica en la que la regla es que los combatientes,
fuerzas que expresan una determinante social hacia un mayor bienestar, soportan
en todas sus filas los más grandes sacrificios, e inmolan, además de la vida
física, la «carrera hacia el poder», obedeciendo a las fuerzas aún
indescifrables que acompañan al parto histórico de la forma social de mañana.
En la fase histórica
final de toda forma, esta dinámica social se descompone porque otra forma
opuesta está surgiendo de ella, y la defensa conservadora de la forma
tradicional tiende a manifestarse como asegurada por los egoísmos personales,
por el «que-me-importa» individual, por una grosera corrupción, como lo
ejemplificaron extorsionadores de todas las épocas, pretorianos, cortesanos
feudales, sacerdotes disolutos, y los viles burócratas de la especulación
burguesa actual.
Y a pesar de esto, la
defensa contra la caída de la forma capitalista, aun en el fango social de
cinismo y de insolencia existencial de todos sus esbirros y pinches de cocina,
sigue siendo asegurada todavía con continuidad y vigor por las redes
organizadas de los Estados y por los propios partidos políticos de la clase
dominante, que en diversas encrucijadas históricas han mostrado cómo se
organizan sólidamente en una única fuerza contrarrevolucionaria (y con esto no
aludimos solamente a la Alemania y a la Italia fascistas, sino también a la
misma Inglaterra, Norteamérica y Rusia contemporáneas, si se sabe mirar un poco
más allá de la hipocresía cortical). Y entre otras cosas nos han mostrado cómo
osan venir a robarnos la potencia ardiente de nuestros secretos sobre la
geología de los subsuelos históricos.
¿Nosotros, justamente
nosotros, deberíamos ser tan cobardes como para deshonrar la fuerza y la forma
que nuestra propia e irrefrenable energía deberá revestir, el Partido
revolucionario y el Estado de hierro de la dictadura, que sin duda tendrán en los
nudos de su red a individuos que ejerzan funciones particulares, pero que
revelarán cómo ellos no maniobran y no deciden intrigas secretas y sorpresivas,
sino que proceden según la línea férrea de la tarea que el devenir histórico ha
prescrito a los órganos de la irreversible revolución de las formas económicas
y sociales?
La propuesta de
buscar garantías contra la degeneración de un jefe o de un
responsable de una función cualquiera en organismos diferentes del Partido,
demuestra que se ha renegado de toda nuestra construcción doctrinal, y no otra
cosa.
En efecto, la red de los
«jefes» y de los «jerarcas» existe en esos organismos al igual que en el
partido; en general, ni siquiera está formada solamente por obreros, y un
aspecto claro y doloroso de la experiencia histórica ha enseñado que el
ex-obrero que ha dejado el trabajo por el sindical es más proclive a traicionar
a su clase que el elemento venido de los estratos no proletarios; los ejemplos
se podrían dar de a millares.
Toda esta abjuración es presentada
comúnmente como un acercamiento, un vínculo más estrecho, una adherencia más
estricta a las «masas». ¿Qué son las masas? Son la clase sin energía histórica
aún, es decir, sin un partido que la suelde a su histórica vía revolucionaria;
por consiguiente, son la clase que está ligada y adherida únicamente a
su situación de sumisión, a las cadenas de su distribución en el organismo
social burgués. O bien, en ciertas situaciones históricas, las masas desbordan
cuantitativamente a la «clase» obrera porque comprenden estratos semi-proletarios.
Nuestra exposición
muestra, con fidelidad absoluta a los dictámenes de la escuela marxista, un
doble momento histórico de esta situación, y cuanto precede se puede sintetizar
en la siguiente distinción.
Cuando la revolución
burguesa tenía todavía que estallar y se trataba de abatir las formas feudales,
como en el caso de la Rusia de 1917, en estos estratos del «pueblo» no
proletario existían fuerzas y energías dirigidas contra el poder del Estado y
las cumbres de la sociedad, dando un paso decidido, esos estratos podían
agregar al proletariado de la época no solo efectivos numéricos, sino también
un factor de potencial revolucionario, utilizable en la fase de transición,
bajo la condición de la clara visión histórica y de la potente organización
autónoma del Partido de la dictadura obrera, y de su hegemonía, garantizada por
los vínculos con el proletariado mundial.
Acabada la presión
revolucionaria antifeudal, este «marco» que rodea al proletariado
revolucionario y clasista se vuelve más reaccionario aún que la gran burguesía.
Todo paso para ligarse a él es oportunismo, destrucción de la fuerza
revolucionaria, solidaridad con la conservación capitalista. Hoy en día esto
vale para todo el mundo blanco.
Los actuales oportunistas
rusos, en su carrera arrolladora por renegar de toda dirección revolucionaria,
no han tirado todavía, es cierto, la forma partido a la chatarra, pero en cada
nueva etapa de su involución se justifican con el llamamiento a las
masas, de cuya solidaridad se jactan a su gusto.
No es necesario dar aquí
otra prueba a posteriori, e histórica, de la inconsistencia de esta
vieja, engañosa y fastidiosa receta, ni de cómo ésta estuvo en la base de la
liquidación del partido revolucionario
Tercera parte
Desnaturalización
pequeño-burguesa de los caracteres de la sociedad comunista en las concepciones
«sindicalistas» y «socialista de empresa» del encuadramiento proletario
El Partido es insustituible
La pretensión de adherir
completamente la estructura de la organización obrera de lucha a la red de
producción de la economía burguesa, pretensión llevada a su expresión más
acabada en el sistema de Gramsci, y que hoy reivindican diversos grupos de
críticos de la degeneración estalinista, une (y no podía ser de otro modo) su
impotencia de acción a su incapacidad para distinguir los caracteres que oponen
la estructura económica de hoy a la de la sociedad comunista que reemplazara
mañana, a través de la victoria de clase del proletariado, a la sociedad capitalista.
En esto queda muy por debajo de los resultados clásicos de la crítica hecha por
el marxismo a la economía actual.
Su error económico es
idéntico a los que muestra el sistema estalinista y que han sido enormemente
agravados por las fases postestalinistas inauguradas con el XX Congreso ruso,
justamente cuando comenzó la campaña de crítica y corrección a Stalin. El error
consiste siempre en ver el espejismo de una sociedad en la que los obreros
habrían ganado, la partida contra los patrones en el seno de la comuna, en el
oficio y en la empresa, pero permanecerían aprisionados en el seno de una
economía de mercado superviviente, sin advertir que esto es lo mismo que el
capitalismo.
Los caracteres de una
sociedad no capitalista y no mercantil tal como resultan del verdadero estudio
marxista, como resultado de una previsión crítica y científica libre de toda
«gota» de utopía, pueden ser alcanzados y poseídos, en su forma programática,
sólo por el partido, porque precisamente el partido no está sometido a la esclavitud que
consiste en calcar su organización sobre el encuadramiento que el capitalismo
impone a la clase productora. Las vacilaciones frente a la necesidad de la
forma-Partido y de la forma-Estado se transforman en la pérdida completa de las
conquistas programáticas respecto a la antítesis total entre las formas
comunistas y las formas capitalistas, de la que el partido de la escuela
marxista era bien consciente. Basta con pensar en los postulados del programa
marxista: abolición de la división técnica y social del trabajo (lo que
significa la ruptura de los límites entre diferentes empresas de producción),
abolición del contraste entre la ciudad y el campo, síntesis social de la
ciencia y de la actividad práctica humana, para comprender cómo todo esbozo
«concreto» de la organización y de la acción proletaria que se proponga
reflejar en si la estructura actual del mundo económico, se condena a no
superar los caracteres y los limites propios de las actuales formas
capitalistas; y, al mismo tiempo, a no comprender su propia naturaleza
contrarrevolucionaria.
La vía para superar esta
situación de inferioridad pasa, a través de una larga serie de conflictos, por
órganos constituidos sin ningún material y sin ningún modelo tomado de los
órganos del mundo burgués, y que sólo pueden ser el Partido y el Estado
proletario, en los cuales se cristaliza la sociedad de mañana antes de existir
históricamente. En los órganos que llamamos inmediatos, que reproducen y
conservan la impronta de la fisiología de la sociedad actual, no puede
virtualmente cristalizarse más que la repetición y la salvación de esta última.
La estrecha visión de
los libertarios que polemizaban con Marx en la Primera Internacional alrededor
de 1870, y que ya hemos recordado, y la extravagancia del muy difundido
prejuicio de que fuesen «más avanzados» que Marx, son evidentes por el hecho de
que, en la condena histórica de la economía burguesa, no comprendieron (a pesar
de oponerse verbalmente al militarismo y al patriotismo) la potencia del paso
que va de su análisis en el marco nacional a la investigación de sus leyes de
difusión mundial, a la importancia de la formación del mercado internacional.
Mientras que Marx se
eleva a este último coronamiento de la descripción de la tarea de la burguesía
moderna, más allá de la cual no prevé otra etapa más que la conquista de la
dictadura proletaria en los Estados avanzados del mundo, y hace seguir a la
destrucción de los Estados nacionales nacidos con el capitalismo un poder
internacional cada vez más vasto del proletariado, los anarquistas proponen la
destrucción del Estado capitalista para sustituirlo, después del derrumbe del
Estado central (si no precisamente por la autonomía ilimitada de todo
individuo, aún burgués), por la autonomía de pequeñas unidades humanas que serían las
comunas de los productores, autónomas también unas respecto de las otras.
No se ve en qué difiere
de la sociedad burguesa actual esta forma abstracta de sociedad futura fundada
sobre las comunas locales, ni qué formas económicas diferentes de las actuales
nos ofrece. Los que, como Bakunin y Kropotkin, han procurado bosquejarla, no
han hecho sino ligarla a ideologías filosóficas y no a un análisis crítico de
las leyes de la producción históricamente constatables hasta hoy. Cuando han
tomado dicha crítica en Marx, no han sabido extraer más que una mínima parte de
sus conclusiones: impresionados por el concepto de plusvalía (que es un teorema
económico), no apoyaron en él más que la condena moral de la explotación, y han
visto su causa en el hecho del «poder» del ser humano sobre el ser humano.
Permaneciendo a la zaga y por debajo de la dialéctica, no podían comprender,
por ejemplo, que el paso de la apropiación del producto físico y del trabajo
del siervo por parte del señor feudal a la producción de plusvalía en el
capitalismo ha representado una «liberación» efectiva de formas más pesadas de
servidumbre y de opresión, a pesar de persistir la necesidad de una división en
clases y de un poder de Estado en provecho de la burguesía, pero también, en
esa fase, en provecho de todo el resto de la sociedad.
Uno de los principales
motivos del mayor rendimiento de los esfuerzos de todos los hombres, y de una
mayor remuneración media a igualdad de esfuerzo, ha sido la formación del
mercado nacional y la división del trabajo productivo en ramas de industria que
intercambiaban sus productos semielaborados y elaborados en una esfera de libre
circulación, con la tendencia cada vez más enérgica a extenderlo aun fuera de
las fronteras de cada Estado.
Al aumentar, en plena
coherencia con toda la descripción marxista, la riqueza de la burguesía y la
fuerza de cada uno de sus Estados y, con esto, la producción de la plusvalía
(lo que no significa inmediatamente que haya aumento del importe absoluto
descontado en perjuicio de la clase inferior, pues es compatible, entre otras
cosas, con una cierta disminución de la jornada de trabajo y un aumento general
del campo de satisfacción de las necesidades), no tiene ningún sentido la idea
de que para demoler el sistema capitalista se tenga que volver atrás, rompiendo
el Estado nacional en los islotes de poder que caracterizaban el medioevo
preburgués. Por consiguiente, es directamente retrógrada la idea de volver a
encerrar en esos límites estrechos la economía de los círculos de producción y
consumo, con el solo objeto de eliminar de cada pequeño círculo las
extracciones de los pocos ociosos que no trabajan.
Es evidente que en este
sistema de comuneros igualitarios el coste de la nutrición diaria calculado en
horas de trabajo de todos los miembros adultos de la comuna (dejamos el pequeño
argumento: ¿quién obligará a trabajar a los que no querrán hacerlo?) resultarán
sin duda más alto que en una nación, digamos en la Francia moderna, en la que la
circulación económica entre comuna y comuna es permanente y se hace llegar un
producto manufacturado de la zona donde se lo produce con menor dificultad, a
pesar de que las «cien familias» se llenen gratis el estómago.
No quedaría a las
comunas más que tratar entre ellas en un marco de libre cambio; y, aun
admitiendo que únicamente una «conciencia universal» regulase pacíficamente
estas relaciones entre los núcleos económicos locales, nada impediría que, con
la oscilación de equivalencias entre mercancía y mercancía, se realizasen
sustracciones de plusvalía y de plustrabajo entre una comuna y otra.
Este sistema imaginario
de pequeñas comunas económicas se reduce a una caricatura filosófica del self-government,
del autogobierno de los pequeños burgueses de todos los tiempos. Es fácil ver
que se trata de un sistema tan mercantil como el de la Rusia de Stalin y de la
Rusia cada vez más antiproletaria de sus sucesores, un sistema de equivalentes
monetarios (¡¿sin un Estado que acune moneda?!) totalmente burgués, más pesado
para el productor medio que un sistema de grandes industrias nacionales e
imperiales.
Hemos desarrollado la
parte histórico-política de la crítica a la concepción sindicalista de la lucha
proletaria, mostrando la insuficiencia doctrinal y el resultado negativo, en la
experiencia pasada, de la fórmula: sindicato contra Estado burgués, presentada
con el intento de prescindir del órgano de lucha constituido por el Partido
político y del órgano de dirección social representado por el Estado
revolucionario de Marx, tan indispensable como históricamente transitorio.
En la ideología de Sorel
de sus discípulos, el sindicato solo bastaba tanto para la función de dirección
de la lucha como para la organización y gestión de la economía proletaria,
economía ya no capitalista. En esta parte demostraremos cómo esta posición sólo
es posible en la medida en que se confunden y se decoloran los caracteres de la
forma de producción opuesta y posterior al capitalismo, hasta convertirla en
una imagen que se sitúa fuera de la historia, que no se realizará y no es
realizable. Esta imagen salo vive en las ilusiones de un pensamiento
semiburgués, nutrido por cierto odio contra la gran burguesía patronal, pero
impotente para comprender la profundidad de la antítesis entre la sociedad
actual y la que surgirá de la victoria del proletariado.
El oportunismo de todas
las épocas ha aportado mucha confusión acerca del programa de la forma social
futura, tal como fue propugnado por los partidos políticos que ostentaban sus orígenes
marxistas, y que se deshonraron hasta sostener que la formulación de tal
programa histórico final (que llamaron máximo, no tanto para contraponerlo a un
programa inmediato y «mínimo», como para ridiculizar su exigencia) era totalmente
superflua. Larga fue y será la lucha para probar que los rasgos decisivos de
tal programa los poseemos desde la primera aparición de la corriente
revolucionaria marxista. Pero es mayor aun la indeterminación en la visión de
este sistema social que surgiría de la victoria de los sindicatos económicos
sobre la patronal capitalista, y de la destrucción y derrumbamiento del Estado
político de la burguesía.
En la historia de las
corrientes socialistas hubo muchas equivocaciones sobre las formas de simple
cooperación que, aun en textos importantes, se han confundido con la forma
económica socialista, cuando en realidad son hijas del utopismo premarxista. Su
conexión con una perspectiva social de redes de cooperativas de producción será
tratada más oportunamente cuando tengamos que ocuparnos más tarde de la
corriente del socialismo de empresa, de los consejos de fábrica. En
presencia de una visión sindicalista soreliana de la sociedad que funcionará
después de la derrota de los capitalistas, tenemos ante todo el deber de
preguntarnos si su célula constitutiva será el sindicato de oficio local, de
pequeñas circunscripciones territoriales, o bien el sindicato de oficio
nacional y, en potencia, internacional.
No debemos olvidar que
en el engranaje de las organizaciones económicas de defensa, tal como se
presentaba a fines del siglo XIX y a principios del XX (con particular nitidez
en los países latinos), una entidad conquistó la primacía por su dinámica
actividad fue la Cámara del Trabajo, que en Francia se llamó menos
felizmente «Bourse du Travail» (Bolsa del Trabajo). Si la primera denominación
apesta a parlamentarismo burgués, la segunda es peor porque evoca un mercado del
trabajo, una venta de los trabajadores al mejor postor entre los patrones, y
parece más alejada del contenido de una lucha extirpadora del principio mismo
de la patronal.
Sea como fuere, mientras
cada liga aislada y las propias federaciones nacionales de las mismas, órganos
menos unitarios y centralizados, se resienten fuertemente por la limitación de
la categoría profesional preocupada por reivindicaciones precarias y estrechas,
las Cámaras del Trabajo urbanas o provinciales, desarrollando la solidaridad
entre obreros de oficios y de lugares de trabajo diferentes, eran llevadas a
plantearse problemas de clase de un orden superior, y de corte netamente
político; discutían verdaderos problemas políticos, no en el sentido electoral
ordinario, sino de acción revolucionaria, aunque el carácter local no pudiese
sustraerlas completamente a los defectos que hemos examinado en la crítica de
las formas «comunálistas» y localistas.
Vigor de las formas intersindicales
Podríamos citar
episodios de los años rojos de la primera posguerra en Italia, en los que el
órgano específico y vivaz de la Cámara del Trabajo, llamado Consejo
General de las Ligas, decidió agitaciones y movilizaciones de larga
duración, según los vigorosos llamamientos hechos abiertamente en nombre de los
grupos socialistas, y después comunistas, aun sin la convocación formal de
parte de los funcionarios sindicales. En Francia, en los primeros años del
siglo estaba a la orden del día el temblor de la «Sureté» (Policía francesa)
por las oleadas de movimientos que partían de las «Bourses du Travail». Estas,
sin saberlo, eran órganos políticos de lucha por el poder, pero las camarillas
de bonzos confederales reformistas, e incluso a veces anarquistas, especulaban
con su aislamiento local para impedir movimientos de alcance nacional (como en
el caso de la huelga internacional intentada en 1919 en defensa de Rusia,
agredida por los ejércitos burgueses y de la Entente).
En el mes de septiembre
de 1920, durante la ocupación de las fábricas en Italia, los tenderos burgueses
aterrorizados levantaron las persianas dejando formar depósitos de objetos de
consumo en las Cámaras del Trabajo que los distribuían a los desocupados:
funciones que trascendían efectivamente los problemas sindicales de
remuneración del trabajo, y que - reconozcámosle su mérito - no hicieron perder
la sangre fría al procurador supremo del orden constituido, Giovanni Giolitti,
quien no nos procesó por ladrones, lo que hubiera sido jurídicamente de rigor.
En la fase fascista que
siguió, las acciones, no de las escuadras de Mussolini, que en su momento
sufrieron una serie de sangrientas derrotas, sino de las fuerzas armadas
estatales, incluida la artillería (Empoli, Prato, Sarzana, Parma, Ancona,
Foggia, Bari, en la que hizo fuego hasta la marina militar), sólo triunfaron
después de reiterados asaltos contra la defensa armada de los obreros que
habían transformado en fortalezas las sedes de las Cámaras del Trabajo.
En la huelga de agosto
de 1922 faltó la coordinación nacional de esta defensa, intentada solamente por
el joven Partido Comunista, debido a la traición de las centrales sindicales y
del partido mayoritario de los maximalistas-reformistas que lograron frenar por
enésima vez el movimiento justamente en las ciudades más grandes, en las que el
movimiento fascista no contaba para nada, habiéndose apoderado solamente de
Bolonia y Florencia, pero no de Milán, Roma, Génova, Turín, Nápoles, Venecia,
Palermo, por desgracia ligadas legalmente y pacíficamente a los centros
paralizadores. Esa fue la fecha, y no octubre de 1922 con la comedia de la
marcha sobre Roma, de la victoria del capitalismo italiano sobre la revolución
proletaria, asesinada por las tabes infame del oportunismo. Y con esto dejamos
el tema italiano.
Por consiguiente, en la
red sindical vemos sobre todo impotentes al sindicato local y a la federación
profesional nacional, con la central nacional controlada en casi todas partes
por los partidos oportunistas, mientras que la única sede de una acción de
clase residía en una época en las sedes intersindicales de ciudades y
provincias.
Hasta este último
recurso ha sido destruido en la fase actual de la oleada del oportunismo estalinista,
puesto que la Cámara del Trabajo, como sede de encuentros febriles de los
trabajadores más combativos, ha dejado de existir (tradicionalmente eran millares los
trabajadores presentes en las reuniones nocturnas, y era fácil hacer llegar a
la mañana siguiente sus decisiones a toda la zona). En su lugar, las
clerigallas rosa y roja han construido un corredor con filas burocráticas de
ventanillas, donde cada obrero aislado e intimidado va a preguntar cuáles son
sus derechos o cuáles son las «disposiciones» llegadas de arriba respecto a
algún movimiento ridículo de los de hoy, mascullando luego las consignas
recibidas y zollipando por las huelgas castradas.
Situémonos en la hipótesis
de un movimiento victorioso contra las fuerzas del orden, y de una actividad
económica y productiva que haya comenzado a desarrollarse después de haber
eliminado la dirección burguesa. Esta hipótesis seria menos irreal sólo en el
caso de una ciudad con fuertes organizaciones que tuviesen un centro único en
su Cámara del Trabajo, pero igual nos conduciría de nuevo a las objeciones que
son válidas para la forma «comunal», aplicadas a la eventualidad de una
victoria en una ciudad o provincia que dejase intactas las restantes ciudades y
provincias del mismo Estado.
Para comprender, pues,
la frase de los sorelianos y consortes sobre la «gestión sindical de la
economía futura» (sin repetir lo que hemos dicho acerca de la ilusión sobre la
gestión de las comunas locales), sólo nos queda imaginar un aparato de
dirección económica que, en un país dado (con las habituales reservas de que
las posibilidades de vencer al capitalismo en un solo país son nulas si la
victoria se repliega en sí misma), sea repartido entre las direcciones
nacionales de los sindicatos de categoría. Para fijar las ideas, imaginemos la
organización de la producción del pan y otros productos similares por parte de
la «Federación de Panaderos» y análogamente para todos los sectores de la producción
y de la industria.
Es decir, conviene
imaginar que todos los productos de un determinado tipo son puestos a la
disposición de grandes organismos, una suerte de trusts nacionales, de los que
los patrones capitalistas ya han sido eliminados; estos trusts deben decidir
sobre la utilización total del producto (en el caso presente pan, pastas
alimenticias, etc.) de modo que reciban de los otros organismos paralelos todo
lo que necesitan, tanto para el consumo por parte de sus integrantes como lo
preciso en materias primas, instrumentos de trabajo, etc. Tal economía es una
economía de intercambio, y la podemos concebir de dos maneras. En la más
elevada (para comprendernos brevemente), ese intercambio tiene lugar sólo en el
vértice de todos estos sectores de producción, que distribuyen todo de arriba
abajo a través de su jerarquía escalonada, como bienes de consumo y bienes de
producción. El sistema de intercambio en la cúspide sigue
siendo un sistema mercantil, es decir, tiene necesidad de una ley de equivalencia
entre los valores de los stocks de mercancías de un sindicato y
otro; es fácil prever que el número de los sindicatos es muy elevado, e
igualmente fácil es ver que cada uno de ellos tiene necesidad de negociar con
casi todos los otros. Ni siquiera nos preguntamos quién establecerá
el sistema de las equivalencias, y qué es lo que garantizará la atmósfera que
caracteriza todas estas construcciones en su mayoría quiméricas, qué es lo que
garantizará la autonomía y la «igualdad» entre todos estos sindicatos de
«productores». Mostrémonos «liberales» hasta el punto de creer posible que las
diversas relaciones de equivalencia puedan resultar «pacíficamente» de
equilibrios «espontáneos». Un sistema de medidas tan complejo no podría
funcionar sin el expediente, ya adquirido desde hace milenios, del equivalente
general; en una palabra, del dinero, medida lógica de todos los
intercambios.
Resulta fácil concluir
que esta forma más elevada de economía de cambio recaería por si misma en la
forma menos elevada. En tal sociedad, el manejo del dinero no tendrá lugar
solamente en la cúspide y entre los trusts de producción (la palabra sindicato conviene
aquí perfectamente), sino que ese poder será concedido a todo asociado del
trust, o sea, a todo trabajador que tendrá la posibilidad de «comprar» lo que
quiera, después de haber recibido de su sindicato vertical su cuota de moneda,
en una palabra, un salario, como hoy, con la única pretensión (como en Dühring,
Lasalle y otros) de no ser «disminuido» por la porción del beneficio patronal.
La ilusión burguesa y
liberal de que un sindicato es autónomo frente a otro cuando negocia con él las
condiciones a las que cede su stock de productos (monopolizados), es
inseparable de la otra ilusión de que todo productor remunerado según el producto
integral de su trabajo - absurdo ridiculizado por Marx - pueda hacer
de él lo que crea mejor cuando se trata de decidir sobre sus gastos. Es aquí
donde está la dificultad y donde estas «economías de productores» se revelan
alejadas (tanto como la economía capitalista, y aun más que ésta) de la
economía social, que Marx llama socialismo y comunismo.
En la economía
socialista el sujeto que delibera no solo en materia de producción, (acerca del
cómo y del cuánto), sino también de consumo, ya no es el
individuo, sino la sociedad, la especie. Este es el punto capital.
La autonomía del productor es una de las tantas frases democráticas vacías que
no resuelven nada. El asalariado, el esclavo del capital, no es autónomo como
productor, más lo es hoy como consumidor, porque dentro de un límite
cuantitativo (que no es el hambre pura y simple según la ley de bronce del
charlatán Lasalle, pero que ciertamente se amplía bastante en el curso del
desarrollo de la sociedad burguesa) hace lo que quiere con el dinero de su
paga.
En la sociedad burguesa
el proletario produce como quiere el capitalista (de un modo más general y
científico como quieren las leyes del modo capitalista de producción, como
quiere el Capital, monstruo extrahumano) y consume, dentro de ciertos límites,
si no cuanto quiere, al menos como lo quiere él mismo. En la
sociedad socialista el individuo no será «autónomo» en la elección de sus actos
de producción, y ni siquiera en la elección de sus actos de
consumo, siendo ambas esferas impuestas por la sociedad y para la sociedad.
¿Por quién? Es la pregunta imbécil. Conviene no vacilar en la respuesta. En una
primera fase, por la dictadura del proletariado revolucionario, cuyo único
órgano capaz de sentir con antelación el juego de las fuerzas
del periodo siguiente es el partido revolucionario; en una segunda fase
histórica, por la espontaneidad surgida de la difusión de una economía que haya
abolido las autonomías de las clases y de las personas en
todos los dominios.
A
cada paso, nuestra discusión parece presentar fórmulas que sorprenden, y por
tal motivo tenemos la obligación de demostrar, a través de paradas continuas y
pacientes, que éstas son las fórmulas seculares de nuestra escuela de
características tajantes. Inversamente, nos interesa mostrar por qué no podemos
tragar, al igual que a los estalinistas clásicos y los patituertos semiestalinistas
hoy en auge, a esos antiestalinistas que hoy se levantan como enjambres de
langostas y que, al volver a entonar con los primeros la vieja canción de la
corrección, del enriquecimiento del marxismo a la antigua, rompen todas sus
lanzas contra los violadores de las «autonomías», demostrando así que atribuyen
a estos estupros las continuas derrotas de la revolución (7).
¿Qué
han ido a sacar estos impacientes inventores de «novísimos» recursos?
Nada menos (de acuerdo con una hoja del bien conocido y cada vez más ecléctico
Cuadrifolio (8) que los escritos de
Francisco Javier Merlino, el «socialista libertario», que se remontan al
decenio de 1880-1890. Un precursor de la archivieja receta que hoy cocinan, con
salsas tan diversas e innumerables, un torrente de pequeños diarios salidos
para cantar estrofas de contienda bajo la ventana de Palmiro Togliatti, sin
comprender que para esa receta el pobre Palmiro es un chef respecto
del cual, ellos, los disidentes, son apenas unos pinches. La
receta es ésta ¡la salvación está en el injerto entre los valores del
socialismo y de la libertad!
La ideología del
«salvador», el viejo y muy confuso Merlino, quien los salva de... Marx y de la
ciencia revolucionaria, habría triunfado no solo en los movimientos de 1905 y
1917 en Rusia (!), sino, y sobre todo, en los polacos y húngaros de 1956, a los
que se les agrega hasta la «experiencia» (!) yugoeslava (9).
Las fórmulas de Merlino
están sacadas, entre otras cosas, de un artículo sobre el «Programa de Erfurt»
de 1891. ¡Por tratarse de actualizadores, no está tan mal! Ellas
caen en la notoria confusión, disipada por nuestra escuela en la primera
posguerra, entre el estúpido «Estado libre popular» de la socialdemocracia
alemana y la potente posición central de Marx sobre la dictadura proletaria,
sin tener en cuenta que debido a ello Marx y Engels (desde 1875) estuvieron a
punto de reprobar a los alemanes, como mencionaremos más adelante.
Mientras tanto, veamos
lo que dice Merlino: «El poder de dirección, de gestión y de administración
tiene que pertenecer, en la sociedad socialista, no a un Estado Popular y
Obrero mítico, sino a las propias asociaciones de los trabajadores,
confederadas entre sí».
«¿Se quiere entregar todo en las manos de un poder central, o se consiente a
las asociaciones obreras el derecho a organizarse a su manera,
tomando posesión de los instrumentos de trabajo?». «No un gobierno o
administración central, que formarían la más exorbitante de las autocracias,
sino las asociaciones de trabajadores, debida y libremente confederadas».
Estas fórmulas nos son
extremadamente útiles, y aprovechamos la ocasión para establecer que ellas plantean
bien lo que piensan Togliatti, Kruschev, Tito y consortes, y que son la
antítesis exacta de lo que propugnamos nosotros. Que los cuadrifolistas,
barbaristas y otras asociaciones confederales semejantes se
instalen del otro lado.
De sus corazones siempre
sale el mismo grito final «¿Centralismo burocrático o autonomía de clase?».
Si la antítesis fuese ésta en lugar de la de Marx y Lenin «¿Centro Dictatorial
del Capital, o del Proletariado?», nosotros estaríamos - y que reviente quien
quiera - por el centralismo burocrático, que en ciertos momentos de la historia
puede ser un mal necesario, bien dominable por un partido que no comercie con
los principios (Marx), y que se halle libre del relajamiento organizativo, del
acrobatismo táctico y de la peste autonomista y federalista. En cuanto a la
«autonomía de clase», es una imbecilidad completa. La sociedad socialista es
aquella en que las clases están abolidas; admitiendo que bajo la dominación de
clase, la autonomía sea una forma de reivindicación de la clase dominada, en
una sociedad sin clase capitalista la autonomía no puede ser otra cosa que la
lucha de una parte de los trabajadores contra otras, de federaciones contra
federaciones, de sindicatos contra sindicatos, de «productores» contra
«productores». En el socialismo los productores no son más una parte distinta
de la sociedad.
La posesión «a su
manera» de sus instrumentos de trabajo por parte de cada asociación no nos da
el socialismo, sino que sustituye la lucha de clases (cuyo resultado no es la
autonomía, sino la dictadura) por el absurdo bellum omnium contra omnes,
la guerra de todos contra todos, solución histórica afortunadamente tan
infecunda como absurda.
La autonomía de
clase sería la posición de un movimiento de esclavos que pidiese ¡Queremos
seguir siendo esclavos, pero decidir nosotros mismos qué plato servir al patrón
en la mesa, o cuál de nuestras hijas meterle en su cama! Mil veces más
revolucionaria fue la posición cristiana, que no preludiaba una sociedad sin
clases, pero que enunció netamente: ninguna diferencia entre esclavo y hombre
libre.
Este concepto se
encuentra palabra por palabra en Marx, y pasamos a esta parte de la
demostración.
En esta sustitución
reside todo el equívoco de las escuelas de tipo sindicalista u obrerista, a
todas las cuales querríamos designar con el nombre de «inmediatistas», ya que,
confundiendo los momentos (dialécticamente distintos) de organización actual,
curso histórico y teoría revolucionaria, quieren reducir todo el ciclo
proletario a una inscripción en un registro de los obreros de una fábrica, de
un oficio o de otra pequeña aglomeración productiva, y edificar todo sobre este
frío modelo sin vida. El determinismo marxista destruye la ficción burguesa del
individuo, de la persona, del ciudadano, revelando que los atributos
filosóficos de este mito no son más que la universalización, la eternización de
las relaciones de las que se beneficia el miembro de la clase dominante
moderna, el burgués, el capitalista, el poseedor de tierra y de dinero, el
traficante. Derribado este ídolo repugnante, lo reemplaza por la sociedad económica
«y, provisionalmente, por una sociedad nacional».
Todos los inmediatistas,
es decir, aquellos que han escalado apenas una milésima del gigantesco desnivel
entre las dos posiciones, hacen este cambio en lugar de la sociedad ponen
un simple agrupamiento de trabajadores. Eligen este agrupamiento dentro de los límites
de una de las galeras de las que se compone la sociedad burguesa de «hombres
libres» la fábrica, el oficio, el canterito territorial y jurisdiccional.
Todo su mísero esfuerzo consiste en decir a los no-libres, a los no-ciudadanos,
a los no-individuos (cuando en realidad ello constituye la
grandeza que, inconscientemente, les atribuye la revolución capitalista):
envidiad e imitad a vuestros opresores, volveos autónomos, libres, ciudadanos,
personas. En una palabra, los aburguesan.
Para nosotros, se trata
de la sociedad no-capitalista, y no de un grupo inmediato de la
organización social actual al cual serian atribuidas las funciones cumplidas
hoy por el capitalismo aquí está el abismo entre nosotros y estos batalladores
de epopeyas burlescas. Frente a los resultados de este aborto criminal, se
chismea que se ha creado una nueva autocracia, un centro burocrático, una capa
opresora, y que para evitar esto se debe romper esa potente unidad que es la
sociedad (y no la persona) en otros tantos fragmentos «autónomos», libres de
imitar los infames modelos burgueses, que entre otras cosas ya son troglodítios.
Decidlo, pero haced al
menos como Merlino. Colocad a Carlos Marx, y por supuesto también a Lenin (si
bien Merlino no lo había conocido), entre los autócratas, los opresores, los
corruptores del proletariado.
Antonio Labriola le dio
razón a Merlino cuando se rebeló contra la idea de Lasalle (un príncipe de los
inmediatistas) de «preparar las vías a la solución de la cuestión social
estableciendo sociedades de producción con ayuda del Estado bajo el control
democrático del pueblo trabajador». Este pasaje estercóreo pasó en efecto al
programa de Gotha (1875), pero no figura en el de Erfurt de 1891 que provocó
duras intervenciones de Engels.
¿Pero quién, si no Marx,
y Engels con él, en textos que fueron escondidos durante 15 años, dio en la
Critica al Programa de Gotha la construcción dialéctica más clásica de la
sociedad futura, haciendo pedazos aquella formulación infame en términos que
dejan triturados, junto al inmediatismo (hoy en día ultra extendido) de la mama
estatal en los labios de la clase obrera, todo particularismo y federalismo,
todo concepto deforme de «esferas autónomas de organización económica»? Que los
textos, sobre los que trabajó magistralmente Lenin, lo prueben aun.
Hoy en día en que nos
ahogamos entre las bestiales «cuestiones de estructura», «problemas a
solucionar» y «vías a preparar», respiramos una bocanada de oxígeno en estas
hojas amarillecidas en el cajón de Bebel: «Se reemplaza la lucha de clases
existente por una frase periodística: «la cuestión social», para cuya solución
«se han preparado las vías». En lugar de resultar del proceso de transformación
revolucionaria de la sociedad, la «organización socialista del conjunto del
trabajo» (Marx ya ha pulverizado la otra frase idiota, todavía en circulación,
de «emancipación del trabajo», mientras que él dice siempre de la clase
trabajadora) resulta de la «asistencia del Estado».
Marx ridiculiza después
la fórmula del control democrático del pueblo trabajador:
«¡Un pueblo trabajador que solícita de esta manera al Estado manifiesta su
plena conciencia de no estar en el poder, ni maduro para el poder!».
Pero la frase que
muestra en este texto cuál es para nosotros, marxistas genuinos, la forma de la
sociedad de mañana, es la siguiente: «El hecho de que los trabajadores quieran
establecer las condiciones de la producción colectiva a
escala de la sociedad y, en el interior, para comenzar, a escala
nacional, significa simplemente que ellos trabajan para revolucionar las
actuales condiciones de producción; y esto no tiene nada que ver con la
creación de sociedades cooperativas con la asistencia del Estado».
Este pasaje, semejante a
muchos otros, basta para probar que quien desciende de la «escala de la
sociedad» (que durante un momento histórico, antes de la
conquista del poder, es indicada como «escala nacional») a los planos
federal-sindicales (comunales, de empresa, u otros aún peores) cae en el
inmediatismo, traiciona el marxismo, carece de toda concepción de la sociedad
comunista - lo que quiere decir que está fuera de la lucha revolucionaria.
En cuanto a la otra
antítesis gigantesca entre «transformación revolucionaria de la sociedad» y
«organización socialista del trabajo», puede ser remitida tal cual a los constructores
de socialismo de Moscú, para echarles en cara que el paso al
socialismo no se adjudica a una empresa de construcción, palabra
que a Marx, que se ve aquí como las pesa (y en Lenin como
las repesa), no se le ocurrió jamás adoptar palabra crasamente
burguesa, vulgarmente voluntarista.
No nos referimos aquí a
la conocida crítica descarnante sobre el Estado popular libre, cuya
incomparable potencia hizo resonar Lenin frente a millones de hombres, no ya
desde el fondo de un cajón, sino desde los cielos llameantes de una revolución,
de la más grande: ¡cuán miserable es quien aún esta vez ha olvidado! Cuanto más
libre es el Estado, más tritura al proletariado en defensa del capital:
nosotros no queremos liberarlo, sino encadenarlo, para después degollarlo. Y
con esto el antiestatismo de los Bakunin y de los Merlino es
puesto en su lugar, entre las parodias carnavalescas. En su lugar - ¡grandeza
de la dialéctica! - será instaurado el nuevo Estado (Engels), que no
nos sirve para la libertad, sino para la represión, pero que deberá surgir
para poder después, con la abolición de las clases, morir para siempre.
¡El Estado
popular libre puede irse del brazo con la autonomía de clase! No
son sino formas de la impotencia inmediatista, de la inmanencia del
pensamiento burgués.
Volviendo al concepto fundamental
de «sociedad» unitaria que reemplaza la antítesis entre capitalistas y
proletarios - también entre productores y consumidores -, vale la pena seguirlo
a través de los diversos programas del partido alemán, tan vivamente criticados
sin embargo por Marx y Engels. El de los lassalleanos (Leipzig, 1863) contiene
la fórmula que Marx tuvo que azotar: eliminación de los antagonismos de clase,
mientras que, dirá Marx, son las clases las que tendrán que
ser eliminadas, y el medio para ello será su antagonismo.
El programa de los
«marxistas» (Eisenach, 1869), que Marx juzgó haber sido redactado sin tener en
cuenta las conquistas teóricas, pide el fin del dominio de clase y del
asalariado, pero habla todavía de «producto integral del trabajo» dado a cada
trabajador y de organización del trabajo sobre una base cooperativa (pero sin
ayuda estatal).
El programa de Gotha
(1875), el de la fusión estigmatizada entre eisenachianos y lassalleanos, y que
quedó como Marx lo había condenado, dice sin embargo que los instrumentos de
trabajo serán «patrimonio común de toda la sociedad». Marx habría dejado la
frase, pero quería que no se dijese elevados a, sino transformados en
patrimonio común. Nosotros vemos en ello una rectificación antiactivista.
El programa de Erfurt,
para el cual fueron aceptadas en gran parte las sugerencias de Engels, después
de la publicación de las críticas al de Gotha, se expresa claramente sobre este
punto: «Transformación de la propiedad capitalista en propiedad social, y transformación
de la producción de mercancías en producción socialista, en producción
efectuada por la sociedad y para la sociedad».
Desde el punto de vista
doctrinal, la conclusión es que la imaginaria «sociedad administrada por los
sindicatos obreros de producción», así como no es una previsión histórica de la
ciencia proletaria (y no se verá jamás, a menos de una bancarrota total de esta
ciencia con Marx, Engels, Lenin y todos nosotros, remadores de la barca), no
tiene nada en común con la forma socialista y comunista, ni siquiera como fase
de transición.
En tal esquema
ideológico, la producción y la distribución no son elevadas a escala de la
sociedad, y ni siquiera a escala «nacional», ya que los instrumentos de trabajo
y los productos del trabajo son puestos a disposición de los sindicatos
«libremente confederados» o «federalmente» libres de actuar a su gusto. Si
estos sectores lograsen encerrarse en esferas autónomas, lucharían entre sí,
primero a través de la competencia y después físicamente, sobre todo en
«ausencia» de todo tipo de Estado.
En este programa
ficticio, la producción no es efectuada por la sociedad
y para la sociedad, sino por los sindicatos y para los
sindicatos. Además, sigue siendo una producción de mercancías, por
consiguiente no socialista, dado que todo bien de consumo pasa como
mercancía de un sindicato a otro; y, puesto que esto no puede producirse sin un
equivalente moneda, en último análisis, pasa como tal a todo productor aislado.
El sistema asalariado sobrevive, como sucede cada vez que se reivindica la utopía
del fruto integral del trabajo; sobrevivirán las posibilidades de acumulación
del capital en las manos del sindicato autónomo y, después, en las de los
individuos. Toda lo que en esta crítica aparece deducido por el absurdo se debe
únicamente al contenido pequeño-burgués de todas estas utopías.
Concluiremos esta parte
doctrinal con otro pasaje de la Critica al programa de Gotha que
permite golpear a la vez a los «inmediatistas» por un lado y a los capitalistas
de Estado por otro, recordando a ambos que nuestro indispensable
Estado dictatorial del proletariado no tiene la tarea de liberar, sino de
reprimir al Capital, en la persona de sus defensores tanto burgueses como
pequeño-burgueses, o aun en la de los obreros esclavos de la tradición burguesa
o pequeño-burguesa. Se trata de una frase que Marx escribió para ridiculizar la
propuesta «minimalista» del impuesto progresivo sobre el ingreso, actualmente
vigente en Rusia. Es una de esas que cortan el aliento ¡tomad ésta, señores!
«Un impuesto sobre el
ingreso supone las diferentes fuentes de ingreso de las diferentes clases
sociales; por consiguiente, supone la sociedad capitalista».
Entre
los congresos comunistas internacionales de 1920 y 1921, se desarrolló en el
partido comunista ruso (para ser precisos en el X Congreso del 3 al 16 de marzo
de 1921) un debate con la «Oposición Obrera», del que nos hemos ocupado
ampliamente en el estudio sobre la revolución rusa (10). Hay que notar que la oposición dirigida
por la Izquierda Italiana en 1920 y en 1921 (para lo que remitimos a una futura
publicación documentada) (11) no
estaba en la misma línea de tal oposición (que Lenin calificó en forma tajante
de desviación sindicalista y anarquista en el seno del partido
ruso).
Fue una de las mil
falsificaciones del estalinista «Breve curso sobre la historia del Partido
Comunista Ruso (bolchevique)», el mezclar hasta a Trotsky con estos
«obreristas», so pretexto de una polémica que él sostuvo sobre las tareas de
los sindicatos. En esa época Trotsky estaba totalmente junto a Lenin, y su
propuesta era marxista: subordinación absoluta de los sindicatos de categoría
al Partido y al Estado político proletario (que en 1921 no estaba «degenerado»
ni para él ni para nosotros)
La propuesta de la
Oposición Obrera consiste justamente en la concepción inmediatista de
la economía socialista y en la tesis tan ingenua como falsa: el socialismo
puede ser instaurado en cualquier condición y momento si se deja a los obreros actuar
por si mismos, administrar por si mismos la vida económica. Lenin la refiere
así «la tarea de organizar la producción de la economía nacional corresponde
al Congreso de Productores de toda Rusia, reunidos en Sindicatos
de producción, los cuales eligen un órgano central que dirige toda la
economía nacional de la República».
Dejad hacer otro poco a
Nikita Kruschev con sus sovnarkos y veréis que hará suya esta
vieja propuesta, con el agravante de que no se tratará de sindicatos de producción
nacional, sino solamente de sindicatos regionales. En lugar de considerar la
conquista del control nacional como un simple trampolín hacia el control
internacional, de acuerdo con los fundamentos de la doctrina marxista, toda
esta gente desciende en cuanto puede a los marcos locales y regionales, y
prosigue su marcha imbécil hacia las autonomías, que no tendrá jamás
otra salida que las iniciativas autónomas y las empresas de naturaleza
capitalista.
No nos interesa volver a
exponer aquí todo el proceso ruso a propósito de la gestión económica, que
hemos desarrollado en estudios extensos conocidos por los lectores. Advertimos
solamente que nos encontramos en el congreso en que Lenin desarrolló el clásico
«Discurso sobre el impuesto en especie», demostrando que no estaba al orden del
día el paso al socialismo, sino al capitalismo de Estado; y aún, para quien
sabe tratar esos puntos como marxista, de la producción molecular al
capitalismo privado. Posición de gigantesca potencia, que pone todo en su
lugar, mientras que el infame oportunismo posterior volvió soezmente a dislocar
todo.
Sólo nos importa
demostrar cómo la argumentación de Lenin contra la propuesta de una economía
administrada por los productores es exactamente la misma que la de Marx y
Engels, que hoy nos ayuda contra las más recientes deformaciones sindicalistas
y anarquistas que afloran hasta en los grupos que no han creído en Stalin,
Togliatti o Thorez, y que hoy parecerían no creer en Kruschev (pero si en esa
belleza de Tito, que en resumidas cuentas seria su precursor).
Los sindicatos
de producción tienen el mismo fin entre las garras de Lenin que
las cooperativas de Lassalle entre las de Marx.
Repetimos una parte de
los pasajes que ya citamos en la ocasión indicada anteriormente (cfr. «Il
Programma Comunista», n° 21 de 1956, en particular los párrafos 69, 70, 71 de
la «Struttura economica e sociale della
Russia d'oggi»): «Ideas completamente falsas desde el punto de vista
teórico… ruptura completa con el marxismo y el comunismo... contradicción con
la experiencia práctica de las revoluciones semiproletarias (¡para meditar!) y
de la revolución proletaria actual».
«En primer lugar el concepto de productores comprende al
proletario, al semiproletario y al pequeño productor de mercancías: de este
modo uno se aleja radicalmente del concepto fundamental de la lucha de clase y
de la exigencia fundamental de distinguir netamente a las clases» (meditarlo
seis veces y pensar en las blasfemias de Stalin, en las del XX Congreso, y aun
en las de los entusiastas de los últimos movimientos polacos y húngaros).
«Contar con las masas
sin partido o coquetear con ellas (cuadrifolistas, barbaristas ávidos de
demagogia que no tenéis ni siquiera a quien demagogear, ¡que os
haga provecho!) constituye una desviación no menos radical del marxismo».
Habla ese Lenin a quien,
haciendo el juego a los peores estalinistas, habéis hecho descubrir el recurso
infalible de «zambullirse en las masas»: «El marxismo enseña (y aquí Lenin cita
las confirmaciones de los congresos mundiales) que solamente el partido
político de la clase obrera, es decir, el partido comunista, es
capaz de reagrupar, educar y organizar a la vanguardia del proletariado y de
todas las masas trabajadoras, la única capaz de resistir las inevitables
oscilaciones pequeño-burguesas de estas masas, las inevitables tradiciones y
retornos de la estrechez de categoría y de los prejuicios profesionales que se
encuentran en el proletariado».
En este pasaje que pone
en evidencia la inferioridad de todas las organizaciones inmediatistas respecto
al partido político, y el grave riesgo que ellas corren en los contactos
históricos inevitables con las clases semiproletarias y pequeño-burguesas,
Lenin concluye una vez más que: «Sin la dirección política del Partido, la
dictadura del proletariado es irrealizable».
En este mismo texto,
Lenin desmiente que el programa de 1919 del Partido ruso haya atribuido
funciones de gestión económica a los sindicatos. En efecto, algunas frases del
programa hablaban de gestión de toda la economía nacional, pero «como un
complejo económico único», y de «vinculo indisoluble entre la administración
estatal central, la economía nacional y las masas trabajadoras» como meta a ser
alcanzada, a condición de que los sindicatos «se liberen cada vez más de la
estrechez corporativa, reclutando la mayoría y poco a poco la totalidad de los
trabajadores».
La cuestión de los
sindicatos y de la gestión económica central estatal volverá al primer plano en
Rusia, más aún, en todo el mundo, porque constituye una cómoda escapatoria
moderna para el capitalismo de todos los países, con Estados Unidos desde hace
tiempo a la cabeza.
El criterio «leninista»
en esta cuestión es que los sindicatos siguen con retraso y dificultad las
etapas ya alcanzadas por el partido político revolucionario, y si este los
abandona a sí mismos recaen en debilidades pequeño-burguesas y en la
colaboración con la economía burguesa.
En una etapa social como
la de Rusia en 1919 y 1921, en que se estaba en el punto más bajo de la curva
de industrialización y en los primeros pasos de una gestión defectuosa de la
industria recién arrancada a los capitalistas privados, era evidente que el
partido comunista podía procurarse un fuerte apoyo en los sindicatos de los
obreros industriales, a condición de que no solo no fuesen autónomos, sino de
que además estuviesen sólidamente influenciados por el partido mismo y, como
Trotsky sostuvo justamente en 1926, considerados como partes y órganos del
Estado centralizado.
La cuestión está bien
clara si se tiene presente que en toda esta etapa estamos en presencia de una
estatización de la industria, pero no de una industria y de una economía
socialistas. El Estado administra la industria expropiada sin indemnización a
las personas privadas y a los trusts, dentro de un sistema económico de
empresas y mercantil. Aun si el Estado que actúa en esta dirección es - como
base de clase y como política mundial - socialista, el sistema de la sociedad
industrial es llamado siempre capitalismo de Estado, y no socialismo.
Para declarar
capitalista la forma económica, no es necesario que haya sucedido lo que
sucedió en los decenios siguientes, cuando el Estado pierde el contenido
político socialista y el contenido de clase proletario porque no se dedica en
el mundo a suscitar la revolución en los Estados burgueses; cuando contrae con
éstos alianzas de guerra y, en el seno de los mismos, alianzas incluso de poder
con partidos burgueses y democráticos y cuando en el interior de Rusia
subordina los intereses de los proletarios efectivos de la ciudad y del campo a
los de las clases pequeño-burguesas y campesinas.
Podemos preguntarnos,
pues, cuál es el lugar del sindicato en la fase de capitalismo de Estado. Si el
Estado está dirigido por un partido que no aplica y que, por el contrario,
combate la política de la revolución proletaria mundial, el sistema de
empresas, mercantil, monetario y de pago en salario de la fuerza de trabajo
justifica la existencia de los sindicatos como órganos de defensa de las
condiciones de trabajo, cuyo oponente no es otro que el Estado-patrón, el
Estado-dador de trabajo. Aun en tal situación, la fórmula útil no es el reparto
entre los sindicatos de la gestión administrativa central, sino la dirección de
los sindicatos por parte de un partido político proletario capaz de volver a
plantear la cuestión de la conquista del poder central. Donde este partido no
existe, o donde existe su armazón reducido a un instrumento del Estado
capitalista, como en Rusia, se ha recaído en una esclavitud asalariada de la
que históricamente no se saldrá jamás por los esfuerzos de los grupos obreros
autónomos tendientes a apoderarse del control de sectores aislados de la
producción, ni con la fórmula insulsa de recomenzar a hacer una
revolución liberal; tan cierto es esto que en Rusia es justamente
el Estado de Kruschev el que está haciendo esta maniobra vacía. Si esos sectores se
separaran y si tal disgregación se produjese, ellos caerían bajo el yugo de las
fuerzas del capital privado y, sea como fuere, de los agentes rapaces del
capital internacional.
Por el contrario, en esa
fase realmente progresiva de capitalismo de Estado en la que el poder político
central trabaja históricamente para extender la revolución internacional, los
sindicatos, si no quieren convertirse en órganos derrotistas que tendrían que
ser reprimidos, deben aprender del partido de clase, del auténtico partido de
los trabajadores asalariados industriales del mundo entero, a obtener de la
valerosa y generosa clase de los obreros de fábrica, que ya ha dado en la
historia pruebas de serlo con una nobleza luminosa, que dé trabajo, plustrabajo
y plusvalía para la revolución, para la guerra civil, para los ejércitos rojos
de todos los países, para las municiones del conflicto mundial de clase por
encima de todas las fronteras. Aun en ese caso histórico, la reivindicación de
todo el fruto del trabajo al asalariado, además de antieconómica y antisocial,
seria derrotista frente a la tremenda tarea que la historia impuso a la clase
proletaria pura, y a ella sola provocar el parto sangriento de la nueva
sociedad.
Tarea que, abarcando
siglos y siglos de historia atormentada, es lo contrario de los prejuicios
supersticiosos de la escuela de los contables y tenderos obreristas, de la
escuela de los «inmediatistas», cada generación de la cual quiere cerciorarse
personalmente del rendimiento del negocio que ha hecho, confederándose autónomamente.
Todos los defectos de la
forma del «Consejo de fábrica» vuelven a aparecer, mucho más agravados, en el
examen que hemos hecho de una gestión sindical de la sociedad poscapitalista,
tal como es concebida por este sector de los «inmediatistas».
La
corriente de la Izquierda Italiana lo advirtió cuando aparecieron las primeras
manifestaciones de la fe en ese mito renovado, en la época de los congresos de
Turín de los Comisarios de Sección de la Fiat, de la gran Fiat, y de la revista
de Gramsci el «Ordine Nuovo», que previnimos y saludamos al mismo tiempo,
puesto que venía a alistarse animosamente contra el oportunismo menchevique de
los sindicatos italianos tradicionales y contra la inconsistencia del Partido
Socialista que hacia alarde, en 1919, de filo-bolchevismo (12).
Gramsci, al comienzo de
su evolución ideológica de filósofo idealista y de intervencionista de guerra
hacia el marxismo antidefensista restaurado por Lenin (evolución jamás
disimulada dada la particular claridad del hombre), dio a su periódico un título
leal. No habló de la nueva Clase en el dominio político, ni del nuevo Estado de
clase, y sólo lentamente aceptó las directivas marxistas sobre la dictadura del
partido y sobre las consecuencias propias del sistema marxista - más allá de la
economía de fábrica - según una visión radical de todas las relaciones de los
hechos en el mundo humano y natural. Lo admitió abiertamente en el Congreso de
Lyon de 1926, y nosotros preferiremos siempre los que aprenden capítulos del
marxismo a quienes los olvidan. En 1919 Antonio Gramsci había superado apenas
una valoración de la Revolución de Octubre que veía en ella la inversión del
determinismo y el milagro de la voluntad humana violando condiciones económicas
adversas: cuando vio a Lenin, ese milagrero, defender el más rígido
determinismo marxista, la cosa no quedó sin efecto; maestro y alumno eran fuera
de serie.
De todos modos, hizo
bien en llamar «Ordine Nuovo» al sistema de los Consejos, construcción ideal
casi literaria, y diríamos mejor artística, de la que su ágil espíritu se había
enamorado, porque el proletariado se erigía en él, sobre su base inmediatista,
en un nuevo Orden, como los anteriores a la revolución liberal, como los tres
Estados de la sociedad francesa del siglo XVIII. Todos los «inmediatistas» a
los que hemos pasado revista han reemplazado la reivindicación de la Clase
dictatorial que suprime las clases, y no aspira ni siquiera a
ser la Única Clase, por la pedestre petición de ser elevada a Cuarto Estado. El
inmediatismo tiene siempre necesidad de dibujar lo nuevo a partir de una
fotografía pasiva de lo viejo. Gramsci llamó concretismo a su inmediatismo, y
tomó este término de actitudes de intelectuales burgueses enemigos de la
revolución; no advirtió - o nosotros no pudimos hacérselo observar suficientemente
- que todo concretismo es contrarrevolución.
Pero la humanidad, si no
hubiese tenido otros recursos que los de carácter inmediato, no hubiera sabido
que la tierra es redonda y gira, que el aire y los cuerpos celestes pesan, que
existen los átomos de Epicuro, las partículas infra-atómicas de los modernos,
la relatividad de Galileo y la de Einstein... Y no hubiera previsto ninguna
revolución del pasado y del futuro.
Gramsci no sabía, no
porque no hubiese leído (tenía la desgracia de ser de los que leen todo), que
habíamos dejado atrás los Ordenes desde 1847 con la «Misère» antiproudhoniana
de Carlos Marx.
«¿Puede suponerse que
después de la desaparición de la antigua sociedad había una nueva dominación de
clase, resumiéndose en un nuevo poder político? No». (Batallones de
contradictores, bastaba leer este solo monosílabo).
¿Y por qué no?
Porque «la condición de
la emancipación de la clase trabajadora es la abolición de toda clase, al igual
que la condición de la emancipación del Tercer Estado, del Orden
burgués, fue la abolición de todos los Estados, de todos los Órdenes».
Muchas generaciones han
pasado, tres Internacionales han nacido y muerto. Hemos visto emprender su
ascenso a docenas de docenas de los que querían escalar más alto que Marx y,
después, que Lenin. Pocos, muy pocos, han alcanzado apenas la altura del
burgués incorruptible, de Maximiliano Robespierre. Quien reposa, desde hace
ciento sesenta años, sobre la piedra sepulcral de todos los Órdenes Nuevos.
Nos bastará encontrar en
los textos la inconciliabilídad de la antítesis del título, que no nos interesa
por la historia de las polémicas de Gramsci, sino porque hoy en día algunos
grupos de antiestalinistas extraviados y de epígonos escuálidos querrían
retornar a esas consignas.
La empresa local autónoma
es la más pequeña de las unidades sociales imaginables y tiene, al mismo
tiempo, la limitación de la categoría profesional y de la circunscripción
local. Subrayémoslo una vez más: aun si aquella ha eliminado en su interior el
privilegio y la explotación, distribuyendo el inaprensible valor total del
trabajo, en sus estrechos confines está presente el pulpo del mercado y del
intercambio, y en la peor forma la peste de la anarquía económica capitalista,
en la que todo se abisma. En este sistema de los Consejos, en el que están
ausentes el Partido y el Estado, antes de que la eliminación de las clases sea
un hecho, ¿quién regulará las funciones que no son estrictamente de técnica
productiva?; y, para limitarnos a un solo punto, ¿quién abastecerá a los que no
forman parte de una empresa, a los desocupados? Será mucho más posible que la
acumulación recomience - suponiendo que alguna vez haya sido detenida - como
acumulación de dinero y también de stocks formidables de materias primas y de
productos elaborados, que en el caso de un sistema alveolar de comunas o de
sindicatos. En este sistema hipotético existen en el más alto grado las
condiciones para transformar un ahorro paciente y vigilante en capital dominador.
La bestia es la empresa,
no el hecho de que tenga un patrón. ¿Cómo escribiréis las ecuaciones económicas
entre empresa y empresa, sobre todo cuando existirán las grandes que sofocarán
a las pequeñas, las que habrán acaparado dispositivos de baja productividad y
las de productividad elevada, las que tendrán aparatos productivos
«convencionales» y las que emplearán energía atómica? Este sistema, que parte
como los otros del fetichismo de la igualdad y de la justicia entre individuos,
y de un cómico horror por el privilegio, por la explotación y por la opresión, sería
un vivero de éstos aún peor (si fuese posible) que la sociedad civil corriente.
¿No queréis creer que
las palabras privilegio y explotación están fuera de nuestro diccionario
marxista?
Tomemos de nuevo la
«Critica al Programa de Gotha». El pasaje contra el cual Marx echa fuego, y que
contiene las estupideces lassalleanas sobre el «Estado libre» y la «ley de
bronce del salario», termina con la que Marx llama - como Engels en otro lugar - vaga
fórmula redundante que termina el parágrafo. Hela aquí ( ¡quien no haya
pecado nunca, que lance la primera piedra!): «el Partido se esfuerza... por
conseguir la abolición de la explotación en todas sus formas y
la eliminación de toda desigualdad social y política».
Es preciso decir así,
escriben Marx y Engels ( ¡evidentemente, sin acuerdos previos!): «con la
abolición de las diferencias de clase desaparece por si misma toda desigualdad
social y política que resulta de estas diferencias».
Aun dejando de lado la
larga nota crítica sobre el reparto equitativo, que la reduce a la
insinuación de los economistas burgueses de que los socialistas no suprimen la
miseria, sino que la generalizan a todos los hombres, esta forma científica de
hablar basta para ajusticiar a series enteras de revistas que escriben acerca
del contenido del socialismo como filosofía de la
explotación, en los años de gracia … 1956-57.
Con este párrafo Marx
trata también la cuestión de la limitada visión de Lassalle (visión que significativamente
hace remontar a Malthus, el cual es puesto nuevamente de moda hoy en día por
las escuelas norteamericanas antimarxistas del «bienestar»), para quien el
socialismo se levantaría en pie de lucha sólo porque el salario obrero está
bloqueado en un límite demasiado bajo, cuando en realidad se trata de abolir el
asalariado porque «es un sistema de esclavitud, y de una esclavitud que se
vuelve más dura a medida que se desarrollan las fuerzas sociales productivas
del trabajo, tanto si el obrero esta mejor o peor pagado».
Marx desarrolla aquí la
comparación con la esclavitud, que nosotros hemos intentado más arriba a
propósito de la necia reivindicación de la autonomía de los
asalariados: «Es como si, en una rebelión de esclavos que hubiesen
penetrado finalmente en el secreto de la esclavitud, un esclavo aún prisionero
de las concepciones anticuadas se permitiese escribir en el programa de la
insurrección (para nosotros, sería un esclavo amarxista, únicamente inmediatista,
ordinovista): la esclavitud debe ser abolida porque en este sistema el
sustento de los esclavos no puede superar cierto nivel máximo, poco elevado».
Pero el modelo de la
gran Fiat le pareció a Gramsci un orden noble, comparado con el vivir
desamparado del pastor sardo (13) embrutecido,
más vil que el Cuarto Estado.
En
el plan quinquenal - según el modelo soviético - que regalamos a la gran Fiat,
habíamos previsto para la «facturación» de 1956 la progresión del 15,7% sobre
1955, en que se elevaba a 310.000 millones de liras italianas, y deberíamos
haber tenido 358.000 millones. A pesar de que sólo han sido anunciados 340.000
millones, el capital nominal ha sido elevado de 76.000 a 100.000 millones, es
decir, un 32% en dos años (14).
¿El nuevo orden de
Turín y de Moscú comienza ya a desplegar curvas menos
brillantes?
A pesar de haber hojeado
las páginas de las «Glosas marginales» al Programa de Gotha, en toda nuestra
confrontación entre la «visión» que de la sociedad futura tienen los
inmediatistas (los que desconfían de la forma Estado y de la forma Partido, que
con Marx y Lenín consideramos primordiales en la Revolución) y la visión
socialista y marxista, no nos hemos detenido en la fundamental distinción entre
la fase inferior y la fase superior de la sociedad socialista, que Lenin
formuló clásicamente a partir del clásico pasaje de Marx.
Toda la superioridad de
la forma económica en la que producción y distribución son hechas por la
sociedad y para la sociedad, a escala de la sociedad (y no por
los «sectores autónomos» adherentes a los actuales «campos de concentración»
capitalistas que son los oficios, las empresas, las jurisdicciones aun
nacionales, de los que un día haremos saltar todas las alambradas), es ya
evidente en la menos avanzada de las fases teorizadas por Marx.
En la fase inferior no
se han suprimido todavía todas las diferencias de clase, no se puede hablar de
abolir el Estado; aún viven las tradiciones patológicas de las civilizaciones
de los Ordenes, incluida la del Tercero y último; la ciudad y el campo están
separados todavía; no está abolida la división social de las funciones, la
separación entre trabajo manual e intelectual, entre ciencia y trabajo.
Pero en el campo
económico los sectores cerrados han sido puestos ya en el crisol unitario de la
fusión social; las pequeñas comunas, las federaciones sindicales y la
organización por empresa ya han perdido la partida, y no se les acuerda ni
siquiera una existencia transitoria.
Aun a partir del momento
en que se trata de «una sociedad comunista tal como apenas sale del seno de una
sociedad capitalista», ya no queda lugar para un mercado al que accedan los
«sectores» aislados, ceñidos con alambres de púas.
«En el seno de la
sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los medios de
producción, los productores no intercambian más sus productos, y el
trabajo incorporado en estos productos ya no aparece como valor de
estos productos (subrayado por Marx), como una cualidad objetiva poseída por
ellos, porque ahora, al revés de lo que sucede en la sociedad capitalista, ya
no es de manera indirecta (como sucedería en el sistema de las comunas, de los
sindicatos y de los consejos), sino directamente, que los trabajos
individuales, materializados en productos, existen como partes integrantes del
trabajo del conjunto social».
En la parte final del
estudio sobre la estructura rusa hemos desarrollado cómo ya la primera fase, la
fase inferior, está fuera del funcionamiento mercantil. El
individuo no puede procurarse ni vincular nada a su persona o a su familia
mediante dinero. Un bono precario, no acumulable, da derecho
al individuo sólo al consumo de un tiempo breve que le corresponde dentro de un
límite todavía restringido y calculado socialmente. Nuestra concepción de la
dictadura sobre los consumos (en primer lugar, y, después la de la racionalidad
social y de especie) implica que en el bono no estarán escritas tantas pesetas
(que se puedan convertir después totalmente en alcohol y tabaco, por ejemplo, y
en nada de leche y pan), sino artículos determinados, como en las famosas
«tarjetas de racionamiento».
Sólo sobrevivirá un
derecho burgués, porque estas medidas de consumo estarán ligadas a la medida
del trabajo suministrado a la sociedad, una vez hechas todas las deducciones
bien conocidas de interés general, y porque el cálculo dependerá no solo de la
utilidad prestada y de las necesidades, sino también de las disponibilidades.
Ya no existirá ningún vínculo
mercantil ni ley del valor para confrontar dos productos, puestos ambos en la
masa social, como sucedería si proviniesen de comunas «autónomas», sindicatos o
empresas, con su contabilidad por partida doble superviviente. Sólo existirá un
último vínculo entre la cantidad de trabajo y el consumo individual cotidiano.
Un gran disparate
atrapado al vuelo nos da la ocasión de aclarar este concepto. Hay quien
sostiene esto (flor de inmediatista, ¿cómo no verlo?): «En la economía
socialista el mercado sigue existiendo, pero se puede ver que estará limitado a
los productos. El trabajo ya no será una mercancía». Esta gente sirve para
decir de vez en cuando correctamente las cosas justas si se invierte su
afirmación. La verdad es ésta: «en la economía socialista ya no habrá mercado»;
mejor aún: «la economía es socialista cuando ya no existe el mercado». En una
primera fase, sin embargo, «una sola unidad económica será medida como
mercancía: el trabajo humano». En la fase superior, dice Marx, el trabajo
humano no será sino un modo de vivir del hombre, y su única alegría. Dice mejor
que nosotros: el trabajo será la primera necesidad de la vida.
¡Para liberar el trabajo
del hombre de la cualidad de mercancía, es necesario destruir todo el sistema
del mercado! ¿No era ésta la primera palabra de Marx a Proudhon?
Junto al disparate
indicado más arriba, se ha querido hacer pasar otra tesis peregrina muy
difundida (posición que en un próximo estudio tendremos que demoler). Es
necesario, dice, que todavía aumenten mucho las fuerzas productivas para poder
abolir el mercado. Esto es falso: para el marxismo esas fuerzas ya están
demasiado desarrolladas; Marx pone el aumento de las fuerzas productivas como
base de la fase superior, es decir, del consumo sin los limites sociales de una
producción insuficiente, pero no como condición para el fin del mercantilismo
general, de la anarquía capitalista.
El mismo programa de
1891, con palabras por cierto del gran Engels, dice: «las fuerzas
productivas ya se han vuelto demasiado grandes como para que la forma
de la propiedad privada pueda conciliarse con su empleo sensato».
Ya es más que tiempo de
postrar las monstruosas fuerzas productivas capitalistas bajo la dictadura de la
producción y del consumo. Y es sólo cuestión de fuerza revolucionaria para la
clase que, aun si el bienestar aumenta (y Marx - lo hemos probado más arriba -
nunca previó lo contrario), está bajo el peso continuo de la incertidumbre
de la existencia que, por otra parte, domina la sociedad entera, y que
dentro de algunos decenios tomará la forma de alternativa entre crisis mundial
y guerra, o revolución comunista internacional.
La cuestión de fuerza
es, en su primer aspecto, cuestión de reconstrucción de la teoría
revolucionaria. Después, del Partido Comunista sin fronteras.
(1)
Los dos textos citados,
Invariancia histórica del marxismo y Falso recurso del activismo, han sido
publicados en castellano en «El Programa comunista» n° 33, Enero-Marzo de 1980.
(3) Cuadrifolio: denominación dada por nuestro partido a cuatro grupos
heterogéneos (trotskistas, internacionalistas de «Battaglia comunista»,
anarquistas y disidentes del P.C. de Italia que publicaban el periódico «Azione
comunista») que en diciembre de 1956, sobre la base de la fórmula falsa del
activismo, habían fundado el hibrido «Movimiento de la Izquierda Comunista»,
que naufragó rápidamente.
(6) cfr. «Russia e rivoluzione nella teoria
marxista», publicado en «Il Programma comunista» del n°21 de 1954 al n° 9 de
1955; «Struttura economica e sociale della Russia d'oggi», en el mismo periódico, del n° 10 de 1955 al n° 12 de
1957 (vuelto a publicar por Ed. Il Programma comunista, Milan, 1976); «Dialogato con Stalin»
(1953) y «Dialogato coi Morti»
(1956).
(11)
Cfr. nuestras
publicaciones: «Storia della Sinistra Comunista». vol. II, y «La sinistra
comunista in Italia sulla linea marxista di Lenin».
FUENTE:
TRADUCCIÓN DA «IL PROGRAMMA COMUNISTA», N.13-14-15, 1957
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