Durante la guerra fría, debido a la cercanía con la URSS, Finlandia estaba obligada a una línea de estricta neutralidad, incluso supeditando implícitamente su propia política interior. Era la finlandización, que se usará normalmente entre los conceptos ligados a la guerra fría a partir de los años Cincuenta y Sesenta. Como regla se entendía en el sentido negativo de pérdida o renuncia a la autonomía política respecto a Moscú, pero a veces fue utilizada como hipótesis intrusiva de reajuste político para forzar a la URSS en Europa del Este. En las polémicas ideológicas de esos años, para Washington toda Europa occidental habría corrido el riesgo de finlandización, si se hubiese dejado extraviar por las sirenas del desarme y de una negociación separada con Rusia. Pero también, según la retórica activista del secretario de Estado John Foster Dulles, el «modelo Finlandia» podía imponerse a Polonia, Hungría, o Checoslovaquia, si se hubiese perseguido el «rollback», una política ofensiva que obligase a la URSS a aflojar el yugo en Europa oriental.
Como es evidente, la cuestión tiene su origen en el reparto de Europa que siguió a la Segunda guerra mundial imperialista. Henry Kissinger, en Diplomacy, simpatiza por la línea intentada en aquel entonces por el primer ministro británico Winston Churchill, partidario de una negociación realista con la Rusia de Stalin sobre el orden de Europa antes o inmediatamente después del fin de la guerra. Según Kissinger, una negociación sin prejuicios podía suponerse en 1941 o en 1942, escatimando las ayudas a una URSS «al borde de la catástrofe» frente a la ofensiva alemana. Habría sido casi imposible rechazar la vuelta sustancial a las fronteras de 1941, las pactadas por Stalin con Alemania nazista a costa de Polonia, en ese momento, sin embargo, era posible imponer modificaciones limitadas, incluyendo una «forma de independencia para los Estados del Báltico».
Sin embargo, el riesgo era que Stalin optase por una paz separada con la Alemania nazi. El momento mejor para un acuerdo habría sido noviembre de 1943, en la Conferencia de Teherán entre Roosevelt, Churchill y Stalin. «La batalla de Stalingrado se había vencido, la victoria era cierta», un acuerdo separado entre Moscú y Berlín era muy improbable pero las fuerzas rusas no habían entrado todavía en Europa oriental. Washington y Londres habrían podido plantear la cuestión del orden posbélico en los territorios fuera de las fronteras de la URSS, y «lograr para estos países un status parecido al de Finlandia».
Según Kissinger, la cuestión estaba todavía abierta por parte rusa en 1947, ya que Moscú distinguía el status de los varios países de Europa del Este y colocaba conjuntamente a Bulgaria, Rumania, Hungría y Finlandia en una categoría aparte. Stalin era consciente de la condición de debilidad de la URSS, y eso hace suponer que la «actitud de repliegue» para Europa oriental pudiese ser en sus cálculos «un Estado análogo al de Finlandia»: una forma política democrática y una condición de independencia nacional, aunque un status que «tuviese en cuenta los intereses y las preocupaciones de la URSS».
La cuestión crucial es esta: el status de la franja de los Estados de Europa oriental, desde Polonia a Bulgaria, fue una cuestión decidida en primer lugar por la guerra, y por una guerra mundial. La posibilidad de que aquella área estuviese controlada de modo indirecto en la forma de la finlandización se planteó hipotéticamente como resultado de una negociación desde posiciones de fuerza por parte de Occidente, o como repliegue en caso de una URSS demasiado extendida, pero se trataba de todos modos del asentamiento de las influencias sancionadas por el conflicto mundial. Si dichas hipótesis no se corroboraron, añadimos, se debe sobre todo a la cuestión alemana que dejaban abierta. Ni Washington ni Moscú querían una Alemania unida en el centro del Continente, aunque neutralizada, y el reparto alemán fue el contenido real de la convergencia entre los EE.UU. y la URSS en el verdadero reparto.
Por lo tanto, el status de Europa oriental fue una cuestión bélica y después del reparto imperialista en los equilibrios representados por Yalta. Eso permite comprender que no fue una exageración retórica equiparar a una «tercera guerra mundial» los resultados de la caída del Muro de Berlín en 1989, con el fin del dominio ruso en Europa del Este e incluso con la disgregación de la propia URSS en 1991. Por esta razón fue un «nuevo reparto» el proceso que llevó aquella franja de Estados no a una incierta neutralidad, sino a la adhesión a la UE y la OTAN, con la ampliación que desde entonces ha extendido la Unión a Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, los Estados del Báltico, Rumania y Bulgaria, Eslovenia y Croacia en el área de la antigua Yugoslavia.
Por la misma razón, se puede comprender la importancia estratégica que hoy tiene la crisis reabierta en Kiev en un área que se ha quedado como una zona gris después de la catástrofe de 1991. Así también se comprende el impacto de las líneas partidarias de una adhesión ucraniana a la UE, y también de que se pueda hablar de finlandización no ya de Europa del Este, en 1945 franja externa a las fronteras de la URSS, sino de Ucrania, cuna milenaria de la identidad rusa y parte del Imperio ruso desde mediados del siglo XVII.
De «modelo finlandés» para Ucrania escribe Zbigniew Brzezinski en el Financial Times, y la fórmula ya en sí misma es ambigua porque el concepto se ha transformado por la nueva correlación de fuerzas posterior a 1989-1991. Helsinki en el nuevo orden europeo no está en la OTAN, pero forma parte de la UE y de la zona euro, es decir, está en el núcleo federal de la Unión Europea. Por lo demás, Brzezinski aclara a La Stampa que la idea es la de «una Ucrania con libertad de movimiento hacia Europa», con la única garantía de que no sea militarmente hostil a Rusia. Ucrania sería «finlandizada» por la UE, y no por Moscú. En efecto, el objetivo explícito es el de entorpecer la «Unión eurasiática» de Vladimir Putin, hasta que Brzezinski espera que el ejemplo de la «determinación nacional ucraniana» sea seguido en Asia central por Kazajstán y Uzbekistán, reforzando la resistencia contra «los continuos intentos de Moscú de despojarles de su soberanía». El esquema estratégico es el planteado en 1997 en The grand chessboard –El Gran Tablero mundial–. Ucrania es el corazón de los planes de restauración del espacio estratégico de la antigua URSS; si Kiev tuviese su base en la UE, Rusia sólo podría renunciar a sus sueños imperiales y elegir a Occidente, uniéndose a una Europa que según opina Brzezinski es una «Europa transatlántica».
El contraste radical con las opciones estratégicas de los dirigentes actuales de Rusia está claro si se compara el esquema de Brzezinski con las tesis del ministro de Asuntos Exteriores Sergei Lavrov, expuestas en una intervención en la Conferencia de seguridad de Múnich y en un artículo en Kommersant, ambos anteriores a la irrupción de la crisis ucraniana. Lavrov propone combinar los procesos de integración de la UE y de la Unión eurasiática, y pide que se reconozca que «está en vía de realización un plan de integración en gran escala en el espacio eurasiático», concebido en acuerdo con la integración en la UE y como «una conexión entre Europa y Asia-Pacífico».
Dimitri Trenin, voz gubernamental oficiosa en la página web del Valdai Club, escribe que parece que la UE minusvalore el impacto que tuvieron en Rusia las propuestas TTIP y TPP, las zonas de librecambio para Atlántico y para el Pacífico. Estas dos grandes áreas comerciales sostendrían a Rusia en el Oeste y en el Este, y producen para Moscú «un sentido de acorralamiento». La respuesta rusa fue la de intensificar sus esfuerzos para un «espacio económico eurasiático» propio. Moscú se da cuenta de que Rusia sola no tiene capacidades económicas ni demográficas comparables con las de la UE; la relación es desigual. Pero si la relación fuese entre la UE y una Unión de Estados eurasiáticos, entonces se podría aspirar a un «equilibrio». Aquí radica la apuesta de Ucrania: para Rusia es la pieza capaz de proporcionar a la futura Unión eurasiática la «masa crítica» por tener un peso comparable con la Unión Europea.
La cuestión, señalamos, tiene que ver con la contienda mundial como confrontación entre fuerzas de tamaño continental. Rusia por sí misma no tendría un tamaño comparable con la UE. Rusia en la Unión eurasiática se le acercaría. Rusia definitivamente sin Ucrania, y una Ucrania unida a la UE como en los planes de Brzezinski, representarían la derrota estratégica de Moscú. Tal vez es por eso que Fyodor Lukyanov, siempre desde la página del Valdai Club, supone la solución de parche de un «protectorado informal» sobre Ucrania, establecido por Rusia y la UE: una garantía pro tempore, podemos imaginar, que actúe como freno al empeoramiento de la crisis.
Hasta la fecha, en la crisis, la actitud norteamericana no parece estar cerca del esquema de Brzezinski. Prevalece la prudencia, aunque creemos que ninguna Administración renunciará por completo a la carta ucraniana para condicionar tanto a la UE como a Rusia, y sobre todo para impedir entre ellos aquella relación exclusiva que parece proponer Lavrov. Según Figaro, Barack Obama guarda distancia intencional con los Estados fronterizos con Rusia; a la Casa Blanca le duele todavía la experiencia de la guerra ruso-georgiana de 2008. No se quieren repetir los errores de George W. Bush, que impulsó a Georgia a enfrentarse con Moscú sin ser capaz de apoyarla hasta el final. Según el New York Times, Obama no ve en la crisis ucraniana una «ocasión» sino un «problema que capear», con los menores trastornos posibles. Para John Lewis Gaddis, historiador de la guerra fría que aconsejó a Bush, Obama tratará la crisis en los términos de aquella «política de autolimitación» que ya aplicó en Siria, Libia y que lo indujo a retirarse de Irak y Afganistán.
Henry Kissinger, aunque se reserva la ambigüedad del apoyo a una «relación orgánica» entre Ucrania y Europa, se encuentra en una línea opuesta a la de Brzezinski por lo que respecta a la consideración de los intereses estratégicos rusos. Kissinger, explicó a la CNN, nunca ha conocido a nadie en Rusia, en el gobierno u oposición, que no considerara a Ucrania «al menos como una parte esencial de la historia rusa». Los dirigentes en Moscú siempre se han definido a través del papel internacional e imperial de Rusia: ahora tienen una frontera con China que es «una pesadilla estratégica», una frontera con Islam que es «una pesadilla ideológica» y una frontera con Europa que es «históricamente muy tormentosa». El reto para Putin es enorme, «no es nuestro interés empujarlos en la percepción de quien se siente asediado, donde sientan el deber de demostrar lo que son capaces de hacer».
Si existe una novedad en una crisis que hasta ahora va repitiendo una trama ya conocida, esta está en el papel activo que ha tomado la UE y en concreto Alemania. En las horas cruciales los ministros de Asuntos Exteriores de Francia, Alemania y Polonia trataron en Kiev con el enviado ruso; la canciller Ángela Merkel negoció repetidamente con Vladimir Putin, confirmando que para Berlín la relación con Moscú es insoslayable. Es como si los acontecimientos hubiesen hecho apresurar decisiones que ya estaban en marcha, obligando a Berlín a descubrir sus intenciones. La Frankfurter Allgemeine se plantea el interrogante retórico de si el papel alemán en la crisis ucraniana está «unido directamente» con la nueva línea proclamada en Berlín respecto a las responsabilidades que Alemania tiene que tomarse en la política exterior y de defensa europea.
Creemos que la conexión es plausible, con todas las consecuencias que eso implica. Lavrov ha escrito, argumentando la línea de convergencia entre la UE y la Unión eurasiática, que la «paz ruso-alemana» no ha sido menos importante para Europa que la creación del «tándem franco-alemán». Washington puede pagar consecuencias inesperadas por su desempeño estratégico.
Lotta comunista, febrero de 2014
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